La inseguridad y el síndrome de Balatón (a esta película ya la vi…)
por Marcelo A. Riquert*
Hace más de una década, Jaime Malamud Goti denunciaba. refiriéndose a la política de “guerra contra las drogas” en Bolivia de aquel momento, que la insistencia en una serie de medidas probadamente ineficaces importaba la puesta en vigencia del principio “más de lo mismo” o el “síndrome de Balatón”[1]. Explicaba que en los años 50 los políticos húngaros tomaron la decisión de sembrar cítricos a las orillas del lago Balatón y que la posibilidad de rectificar el rumbo fue aniquilada cuando, asignándole la fuerza de desafío bélico, los gestores del proyecto decidieron ignorar la predicción de un experto para quien las plantaciones no tolerarían el frío de la región. Cuando el desastre se produjo, los funcionarios acusaron al experto de traicionar el proyecto, su interés en el traspié de la empresa explicaba el desastroso resultado y se hizo evidente al anunciarlo. Así, el fracaso es sencillamente observado más que como la ocasión de rectificar el rumbo, como la confirmación del acierto cuyo éxito no se verificó sólo porque los recursos fueron insuficientes o faltó entusiasmo. Concluía entonces Malamud que, lamentablemente, “el síndrome Balatón no es patrimonio exclusivo de los húngaros”.
Los anuncios públicos recientes de las autoridades de la provincia de Buenos Aires sobre las medidas que se propician para solucionar el problema de la inseguridad, planteadas en el marco de lo que se presenta políticamente como una lucha personal sin cuartel contra el crimen, dejan a las claras que los húngaros, al menos, compartirían el síndrome con los bolivianos (según el autor citado) y los bonaerenses, en nuestra modesta opinión que, sin dudas, nos expone a ocupar el sitio del experto que advirtió que la zona no era apta para el cultivo de limones, naranjas o pomelos.
Nada cambiará sustancialmente en términos de seguridad con la baja de la imputabilidad de los menores (que cometen el 4 % del total de delitos registrados en el año conforme las estadísticas de la Procuración General ante la Suprema Corte de Justicia de la provincia de Buenos Aires), sólo se los judicializará penalmente antes a través del sistema de responsabilidad penal juvenil recientemente implementado con notorias carencias estructurales y personales, suplidas las más de las veces por los enormes esfuerzos individuales de operadores comprometidos con su función de servicio social. La implementación de un código contravencional con previsiones que someten a todos los habitantes permanentes o en tránsito a ser víctimas del tratamiento ideado para “feos, sucios y malos” está más cercano de hacernos sentir inseguros sobre nuestra propia condición de ciudadanos que cualquier otra cosa y, finalmente, que una nueva modificación del régimen de excarcelación nos expone a incumplir el estándar mínimo que le fuera fijado a los tres poderes locales por la Corte Suprema de Justicia en el famoso caso “Verbitsky” en 2005, atendiendo las reglas constitucionales o internacionales de igual jerarquía con las que se encuentra comprometido nuestro país.
La media porcentual de detenidos por habitante en la provincia, lejos de la idea instalada públicamente de que “entran por una puerta y salen por otra”, es la tercera más alta de toda América, sólo superada por Estados Unidos (que es el “campeón mundial”, superando los 600 detenidos por cada 100.000 habitantes) y Cuba, en puesto que compartimos con Chile. Con más de 220 detenidos por cada 100.000 es, además, el lugar que tiene la tasa más alta del país (la media nacional es de aproximadamente 150).
A comienzos de la década, había en Buenos Aires alrededor de 15000 personas presas. Una modificación al código procesal, la Ley 12405 pergeñada por el gobernador Ruckauf, cambió las reglas de la excarcelación y llevó a que en cinco años la población carcelaria sobrepasara las 32.000 personas (más de 6000 de ellas en instalaciones policiales), en las peores condiciones que comenzaron a revertirse a partir del reclamo judicial del CELS antes mencionado. No puede olvidarse, además, cuando se predica que hay incrementar la cantidad de detenidos, que las restricciones presupuestarias existentes se expresan, en materia carcelaria, en que la provincia gasta por interno más de 4000 pesos por mes mientras que la Nación destina al mismo fin más de 6000 pesos (y tiene en su servicio penitenciario un tercio de la población que aloja el local).
Lo muy sintéticamente recordado demuestra que los bonaerenses esta película ya la vimos y, por lo tanto, el final lo conocemos. Nadie puede decir que en el lustro en que más que duplicamos nuestros presos (de los que sólo poco más del 20 % tiene condena), la situación de seguridad mejoró. La “sensación” registrada en los medios fue la contraria. Sigue siendo la contraria. Conforme el síndrome de Balatón, este fracaso solo sería demostrativo del acierto del camino de tener más gente presa sin condena, lo que pasa es que la actual aún no es suficiente. Simplemente, se trataría de la falta de entusiasmo de los jueces en dejar imputados en prisión preventiva sin que importe que luego, muchos, serán declarados inocentes y absueltos tras la realización del juicio.
Aún prescindiendo de las consideraciones relativas a los derechos humanos que, en el mundo globalizado, parecen no importar demasiado, desde una pura visión economicista, teniendo en cuenta lo que cuesta mantener una persona presa en malas condiciones y las limitaciones presupuestarias que vivimos, no sería mala idea sentarse a pensar algún modo más inteligente de enfrentar los serios problemas estructurales multiplicadores de violencia social y no seguir gastando en ampliar la hotelería carcelaria. Es muy probable que nos demos cuenta de que podría ser más barato generar trabajo que encierro, dar educación que sacar niños del tráfico social, ayudar a sus familias para que puedan contenerlos que institucionalizarlos. En definitiva, que es muy difícil “resocializar” a quien nunca fue “socializado”.
* Profesor Titular Regular de Derecho Penal, Universidad Nacional de Mar del Plata.
[1] En su trabajo “El poder desarticulante y los discursos de emergencia: el caso de la guerra contra las drogas”, pub. en la “Pena y Estado. Revista Latinoamericana de Política Criminal”, N° 3 “Policía y sociedad democrática”, INECIP/Editores del Puerto, Bs.As., 1998, págs. 131/132.
por Marcelo A. Riquert*
Hace más de una década, Jaime Malamud Goti denunciaba. refiriéndose a la política de “guerra contra las drogas” en Bolivia de aquel momento, que la insistencia en una serie de medidas probadamente ineficaces importaba la puesta en vigencia del principio “más de lo mismo” o el “síndrome de Balatón”[1]. Explicaba que en los años 50 los políticos húngaros tomaron la decisión de sembrar cítricos a las orillas del lago Balatón y que la posibilidad de rectificar el rumbo fue aniquilada cuando, asignándole la fuerza de desafío bélico, los gestores del proyecto decidieron ignorar la predicción de un experto para quien las plantaciones no tolerarían el frío de la región. Cuando el desastre se produjo, los funcionarios acusaron al experto de traicionar el proyecto, su interés en el traspié de la empresa explicaba el desastroso resultado y se hizo evidente al anunciarlo. Así, el fracaso es sencillamente observado más que como la ocasión de rectificar el rumbo, como la confirmación del acierto cuyo éxito no se verificó sólo porque los recursos fueron insuficientes o faltó entusiasmo. Concluía entonces Malamud que, lamentablemente, “el síndrome Balatón no es patrimonio exclusivo de los húngaros”.
Los anuncios públicos recientes de las autoridades de la provincia de Buenos Aires sobre las medidas que se propician para solucionar el problema de la inseguridad, planteadas en el marco de lo que se presenta políticamente como una lucha personal sin cuartel contra el crimen, dejan a las claras que los húngaros, al menos, compartirían el síndrome con los bolivianos (según el autor citado) y los bonaerenses, en nuestra modesta opinión que, sin dudas, nos expone a ocupar el sitio del experto que advirtió que la zona no era apta para el cultivo de limones, naranjas o pomelos.
Nada cambiará sustancialmente en términos de seguridad con la baja de la imputabilidad de los menores (que cometen el 4 % del total de delitos registrados en el año conforme las estadísticas de la Procuración General ante la Suprema Corte de Justicia de la provincia de Buenos Aires), sólo se los judicializará penalmente antes a través del sistema de responsabilidad penal juvenil recientemente implementado con notorias carencias estructurales y personales, suplidas las más de las veces por los enormes esfuerzos individuales de operadores comprometidos con su función de servicio social. La implementación de un código contravencional con previsiones que someten a todos los habitantes permanentes o en tránsito a ser víctimas del tratamiento ideado para “feos, sucios y malos” está más cercano de hacernos sentir inseguros sobre nuestra propia condición de ciudadanos que cualquier otra cosa y, finalmente, que una nueva modificación del régimen de excarcelación nos expone a incumplir el estándar mínimo que le fuera fijado a los tres poderes locales por la Corte Suprema de Justicia en el famoso caso “Verbitsky” en 2005, atendiendo las reglas constitucionales o internacionales de igual jerarquía con las que se encuentra comprometido nuestro país.
La media porcentual de detenidos por habitante en la provincia, lejos de la idea instalada públicamente de que “entran por una puerta y salen por otra”, es la tercera más alta de toda América, sólo superada por Estados Unidos (que es el “campeón mundial”, superando los 600 detenidos por cada 100.000 habitantes) y Cuba, en puesto que compartimos con Chile. Con más de 220 detenidos por cada 100.000 es, además, el lugar que tiene la tasa más alta del país (la media nacional es de aproximadamente 150).
A comienzos de la década, había en Buenos Aires alrededor de 15000 personas presas. Una modificación al código procesal, la Ley 12405 pergeñada por el gobernador Ruckauf, cambió las reglas de la excarcelación y llevó a que en cinco años la población carcelaria sobrepasara las 32.000 personas (más de 6000 de ellas en instalaciones policiales), en las peores condiciones que comenzaron a revertirse a partir del reclamo judicial del CELS antes mencionado. No puede olvidarse, además, cuando se predica que hay incrementar la cantidad de detenidos, que las restricciones presupuestarias existentes se expresan, en materia carcelaria, en que la provincia gasta por interno más de 4000 pesos por mes mientras que la Nación destina al mismo fin más de 6000 pesos (y tiene en su servicio penitenciario un tercio de la población que aloja el local).
Lo muy sintéticamente recordado demuestra que los bonaerenses esta película ya la vimos y, por lo tanto, el final lo conocemos. Nadie puede decir que en el lustro en que más que duplicamos nuestros presos (de los que sólo poco más del 20 % tiene condena), la situación de seguridad mejoró. La “sensación” registrada en los medios fue la contraria. Sigue siendo la contraria. Conforme el síndrome de Balatón, este fracaso solo sería demostrativo del acierto del camino de tener más gente presa sin condena, lo que pasa es que la actual aún no es suficiente. Simplemente, se trataría de la falta de entusiasmo de los jueces en dejar imputados en prisión preventiva sin que importe que luego, muchos, serán declarados inocentes y absueltos tras la realización del juicio.
Aún prescindiendo de las consideraciones relativas a los derechos humanos que, en el mundo globalizado, parecen no importar demasiado, desde una pura visión economicista, teniendo en cuenta lo que cuesta mantener una persona presa en malas condiciones y las limitaciones presupuestarias que vivimos, no sería mala idea sentarse a pensar algún modo más inteligente de enfrentar los serios problemas estructurales multiplicadores de violencia social y no seguir gastando en ampliar la hotelería carcelaria. Es muy probable que nos demos cuenta de que podría ser más barato generar trabajo que encierro, dar educación que sacar niños del tráfico social, ayudar a sus familias para que puedan contenerlos que institucionalizarlos. En definitiva, que es muy difícil “resocializar” a quien nunca fue “socializado”.
* Profesor Titular Regular de Derecho Penal, Universidad Nacional de Mar del Plata.
[1] En su trabajo “El poder desarticulante y los discursos de emergencia: el caso de la guerra contra las drogas”, pub. en la “Pena y Estado. Revista Latinoamericana de Política Criminal”, N° 3 “Policía y sociedad democrática”, INECIP/Editores del Puerto, Bs.As., 1998, págs. 131/132.
A continuación reproducimos un interesante reportaje realizado a Gabriel Kessler sobre el tema "sensación de inseguridad y delito", publicado en el diario Página 12 del día 12 de setiembre de 2010.
“La relación entre percepción de inseguridad y delito efectivo es el doble”
Gabriel Kessler lleva años estudiando la llamada “inseguridad”. Que es mucho más que delito, asegura. Y se atreve a decir que la inseguridad no es sinónimo de ruptura de la ley. Aquí, analiza cómo se relaciona la sociedad con ese fenómeno, cómo cambia esa relación en el tiempo y qué papel juegan los medios.
Por Natalia Aruguete y Walter Isaía
–¿Cómo define el concepto de inseguridad?
–Tal cual está tematizado en la Argentina, tanto en el campo político, mediático como en la población, la inseguridad no es sinónimo de delito, ni siquiera de todos los delitos violentos. La inseguridad es la sensación de una amenaza aleatoria que puede abatirse sobre cualquiera en cualquier lugar. La idea central es la de aleatoriedad, le puede pasar a cualquiera. Muchas veces causa sensación de inseguridad, por ejemplo, el que haya jóvenes reunidos en la calle que no están violentando ninguna ley. Por eso digo que la inseguridad no es sinónimo de ruptura de la ley.
–Hay un debate de larga data en la Argentina sobre si la inseguridad es objetiva o subjetiva, ¿usted qué opina?
–Que las dos dimensiones son inseparables, porque la inseguridad tiene siempre una dimensión de demanda insatisfecha dirigida al Estado sobre lo que se considera un umbral de riesgos aceptables, y eso necesariamente es subjetivo aunque no lo hace menos real.
–¿Por qué en los últimos años la inseguridad se ubicó como la principal preocupación en Argentina?
–Hoy la preocupación por el delito está instalada como primer problema en toda América latina, en los países que tienen las tasas más altas de delito y también en aquellos que, en términos relativos y absolutos, tienen menores tasas de delito, como Uruguay, Costa Rica o Chile, como se vio en las últimas elecciones presidenciales de estos países.
–¿Por qué?
–Hay muchos factores a tener en cuenta. En Argentina, por ejemplo, los delitos contra la propiedad aumentaron más de un 200 por ciento en 20 años. La relación de la sociedad con el delito urbano cambió desde la reinstalación democrática, con fuerte énfasis en los ’90 y con un pico luego de la crisis del 2001, para luego tener un amesetamiento después del 2003, aunque desde el 2007 no tenemos datos de las encuestas de victimización. A pesar de esta estabilización en las tasas, cuando la situación económica se fue estabilizando, el delito fue ocupando el primer lugar de preocupación. Si tuviera que elegir entre las tantas variables que explican la centralidad del delito, diría que las tasas de victimización (el porcentaje de personas que son víctimas de algún delito), de casi todas las urbes de América latina y también de la Argentina –donde hay estudios–, es de un 30 o 40 por ciento. Es bastante. Las tasas de homicidio son bajas en comparación con otros países de la región, entre 6 o 7 sobre 100.000. Esa articulación entre tasas de victimización altas –en su mayoría delitos menores– y tasas de homicidio comparativamente bajas pero con mucha presencia mediática, y a menudo en ocasión de esos delitos menores, hace que la experiencia personal de victimización se viva, no según el cálculo de probabilidades de su baja posibilidad de desenlace fatal, sino en términos de incertidumbre.
–En esta relativa independencia del sentimiento de inseguridad respecto de la tasa de victimización, ¿qué influencia generan los medios de comunicación?
–Una primera cuestión es que para que los medios tengan impacto en la preocupación debe haber una consonancia intersubjetiva entre lo que los medios transmiten y lo que las personas perciben o creen que pasa alrededor de ellas. Un segundo rasgo es que hay una omnipresencia del tema. Desde mediados de los ’90, asistimos a la instalación de la inseguridad como una rúbrica mediática, un tema que pasa de los diarios populares a los de tirada nacional, de la sección “Policial” a las secciones “Información general” o “Política”. Hay, a la vez, una presencia central en los noticieros nacionales, que muestran el “saldo de la inseguridad de la jornada”. Hay constantemente un telón de fondo con la idea de que es un problema de alcance nacional.
–En su libro El sentimiento de inseguridad investigó este aspecto en una pequeña ciudad, ¿cuáles fueron los hallazgos de ese trabajo?
–Investigamos una ciudad muy pequeña, donde no pasa absolutamente nada y la gente dice que no pasa absolutamente nada, pero la transmisión de noticieros nacionales y ver que en ciudades cercanas –intermedias o grandes– ha pasado algo, instala la idea de que “esto nos puede pasar a nosotros en el futuro”. El efecto es avizorar un futuro de mucha inquietud. Hay un telón de fondo que se compone de noticias de casos episódicos (hurtos, robos) con una actualización constante, con la cámara presente en el lugar del hecho y la centralidad de las víctimas en los delitos. Es decir, cambió la presentación mediática de los delitos, no sólo en Argentina sino en América latina y en todo el mundo. Esto hace que el delito pase de haber sido algo excepcional a ser una experiencia, algo que uno escucha, oye y palpa durante todo el día.
–Según su análisis, en América latina, la relación entre la percepción de inseguridad y el delito efectivo es aproximadamente el doble, ¿qué ocurre en Argentina?
–En Argentina también es más o menos el doble. En general, lo que uno ve es que la percepción de probabilidades en el futuro de ser víctima de un delito guarda una relación del doble o más que la tasa de victimización del lugar en que se vive. En las grandes ciudades europeas hay alrededor de un 15 por ciento de tasa de victimización y un 25 por ciento de personas que consideran que pueden ser víctimas de un delito. En las ciudades latinoamericanas es de un 30/35 por ciento a un 60/70 por ciento, respectivamente, eso se llama presión ecológica: cada punto de delito en un territorio tiene un efecto de multiplicación en cuanto a la inquietud que genera en sus habitantes. Lo que suele suceder –Argentina sigue un poco esa lógica– es que la preocupación por el tema aumenta un poco después que aumenta el delito. Y aun cuando el delito baja, esta preocupación se mantiene estable; esto se está viendo en Europa, aunque en América latina vemos situaciones distintas.
–¿Como cuáles?
–Santiago de Chile tiene todavía tasas de homicidio enormemente más bajas que Bogotá, pero en Bogotá se tiene la percepción de que la situación mejoró y el temor descendió. En Santiago de Chile, al igual que en Buenos Aires y Montevideo, hay una idea mítica de que en el pasado no había delito y eso explica en parte que con tasas más bajas que otras ciudades, la preocupación sea muy alta.
–¿Pero por qué se da esa diferencia?
–Hay dos conceptos que entran en juego: la comparabilidad y la aceptabilidad. El temor, en gran medida, es una comparación con lo que se supone que fue el pasado, y uno tiende a construir imágenes bastante idealizadas del pasado. Se ve muchas veces un discurso dicotómico: “acá no pasaba nada”. “Todo estaba bien hasta el momento en que empezó todo”. Sin embargo, cuando se ven las tasas de victimización y la evolución de la preocupación, se observa que ambas aumentaron paulatinamente.
–¿Hay diferencias entre esta dicotomía y la experiencia subjetiva de las personas?
–Cuando las personas dejan de dar un juicio general y hablan de su propia experiencia, sobre todo de los cambios en sus formas de experimentar la ciudad, se ven cambios de prácticas –dejan de hacer ciertas cosas o las modifican– que también fueron cambios paulatinos. En la preocupación por el delito hay varias temporalidades superpuestas.
–Usted mencionó la “aceptabilidad” como un factor que incide en la percepción pública del delito.
–La indignación del delito suele estar mediada por las diferencias de aceptabilidad. ¿Cuánto delito se considera aceptable en una sociedad? Eso es dinámico: cambia en función del tiempo, de los grupos sociales y de la talla de la ciudad en la que uno viva. Lo que en un pueblo es un escándalo, en una ciudad grande es considerado parte normal de la vida. En las encuestas, desde comienzos de los ’90 hasta hoy, la idea es que esto va a empeorar. Creo que una de las cuestiones que genera mayor efervescencia política con respecto al delito en la Argentina es que, a pesar del aumento de los hechos, el nivel de aceptabilidad no cambió y esto causa –y a la vez retroalimenta– una suerte de pesimismo sobre el futuro conjugado con la sensación de que nadie sabe qué hacer.
–¿Cuáles son las consecuencias de esta retroalimentación?
–Son preocupantes. Por casos de otros países, sabemos que cuando parte de una población espera algún tipo de solución y no ve respuestas, puede estar más predispuesta a aceptar respuestas más punitivas. A la gente que entrevistamos en el libro, que en sus comienzos apoyaba a Blumberg, le preguntábamos: “¿Usted sabe lo que está proponiendo?”. Y la respuesta era: “La verdad que no, pero él sabe qué hacer”. La demagogia punitiva, falsas soluciones rápidas, crecen cuando se siente que no podemos dar una respuesta desde un polo realmente democrático. Por eso creo que es interesante ver –y que los medios vean– que no todo va para peor. Porque hay muchas experiencias interesantes de prevención en muchos lugares del país, con participación de entidades intermedias y de la comunidad, con propuestas no punitivas y sin saturación policial, con políticas urbanas y sociales, que han tenido éxito en revertir situaciones de delito.
–¿Cuál es el rol de los sondeos de opinión en tanto generadores de opinión, y qué aspectos serían criticables de la forma de medir la inseguridad?
–Muchas veces las encuestas de opinión y las preguntas sobre temor trabajan en un circuito de retroalimentación del temor porque devuelven la imagen de una sociedad atemorizada. No todas, depende también de cómo sea preguntado, pero en general contribuyen a la imagen de una sociedad atemorizada. Me parece muy importante la pregunta metodológica porque hay una gran discusión sobre cómo preguntar sobre el temor.
–¿En qué consiste esa discusión?
–Está demostrado que si uno pregunta por miedo a determinadas cosas, encuentra miedo. En las encuestas sobre victimización británicas, por ejemplo, ya no se pregunta más por el temor. Presuponer que la única emoción que genera el delito es temor es un error, porque también genera otras emociones. Hay una diferencia importante entre, por un lado, la preocupación política por el tema (que es lo que preguntan las encuestas) y, por otro lado, la percepción de probabilidad de ser víctima de un delito, que es lo que se está empezando a usar en el mundo y, por último, la emoción, que puede ser el temor. Cuando se preguntaba por el temor, la pregunta original era “¿Usted tiene miedo de volver a su casa de noche?” Casa, de noche y solo. Por supuesto, cualquier persona tiene temor. También eso se está cuestionando, se empieza a preguntar por cuestiones más situadas espacio-temporalmente y sobre delitos determinados: “¿Usted tiene miedo de que le pase tal delito en determinado momento?”. En estos casos se ve que las tasas de temor disminuyen.
–¿Por qué en las mediciones se da una tendencia al cálculo cuantitativo del riesgo?
–Lo cuantitativo tiene muchas ventajas, pero la forma en cómo es usado legitima ciertos juicios previos que, sobre todo con respecto al sentimiento de inseguridad, se alejan de una realidad que es más compleja y tiene más matices de los que a veces aparecen en los números, como una suerte de sociedad temerosa a tiempo completo, cuando lo real es que, como todo sentimiento, la inseguridad tiene oscilaciones e intensidades diversas.
–¿A qué llama pánico moral?
–Es un concepto de Stanley Cohen. Se refiere a la representación mediática y el efecto que causa en la población, desmesurado en relación con lo que podría ser la objetividad de ese hecho y respecto de otros problemas mayores que aparecen en la sociedad. Este autor analiza qué noticias generan pánico moral y cuáles no. Cohen dice que el pánico se genera cuando la víctima es presentada como alguien de nosotros, que no se trata sólo de ese hecho, sino que es la punta del iceberg o parte de “una ola”, algo que va a seguir sucediendo, y este dispositivo legitima una demanda hacia el Estado y la voz de los expertos. Lo que yo digo es que el delito o la sensación de seguridad están jalonados por momentos de pánico moral, pero también por la cotidianidad y la repetición. Estos no son “casos” con nombre propio, se olvidan, no tienen nombre, pero van sedimentando en una representación de una sociedad más insegura. A veces, el pánico moral tiene como efecto generar reacciones rápidas, cuya eficacia y contenido son poco estudiados. Si las políticas de un Estado con respecto al delito van a estar fundamentalmente basadas en situaciones de pánico moral, hay un problema.
–¿Hay algún cambio en relación con el pánico moral, a partir de la crisis de 2001/2002?
–Uno ve que en los años ’80, hasta la hiperinflación, la palabra inseguridad no existía. Los delitos eran casos excepcionales, estaban sobre todo en los diarios populares o había alguna tematización fuerte de la droga, del “libertinaje” ligado a la reinstauración democrática, etc. El eje de las preocupaciones estaba sobre todo en la llamada “mano de obra desocupada” ligada a la dictadura militar. En la hiperinflación de 1989 se da un primer cambio, hay imágenes de vecinos contra vecinos. En los años ’90 se da el momento de instalación de la inseguridad, la noción se acuña, aparece la idea de crisis social, aumenta el desempleo y se va cristalizando la idea de que el centro del problema del delito concierne a parte de los jóvenes de sectores más desfavorecidos. Ya en trabajos de hace 15 años aparecen varios colegas denunciando esta asociación entre delito y jóvenes pobres. El 2001 marca un interregno, con el aumento de la crisis se da una disminución de la preocupación por el delito. Hay un pico de delito en 2001/2002, pero el punto clave es en 2003, cuando por primera vez la preocupación por el delito supera a la preocupación por el desempleo.
–¿Con qué se relaciona que desde ese momento el delito aparezca como el problema más importante?
–Cuando en una encuesta se pedía: “elija las tres preocupaciones más importantes”, se elegía el delito porque el resto de los temas estaban más tranquilos. Pero en algunos medios apareció como “Ahora el delito está en primer lugar”. Eso aumenta luego, con un pico durante el caso Blumberg.
–¿Cuál fue el efecto del caso Blumberg?
–Me parece que fue un caso de pánico moral muy fuerte. No es que no haya sido importante, fue un caso terrible. Pero generó algo que no había pasado hasta ese momento: una movilización colectiva frente a un tema, un primer polo de oposición hacia el gobierno de Kirchner que hasta ese momento gozaba de un consenso muy alto. Apareció disputándole al oficialismo la presencia en el espacio público. Además, se promulgaron leyes que estaban en el registro legislativo, pero a las que casi nadie quiso oponerse para no pagar el costo político. En relación con el delito común, fue sin duda un hecho único desde la post-dictadura, aunque historiadores como Lila Caimari muestran casos comparables en otros momentos del siglo XX en el país.
–¿Qué consecuencias tiene el pánico moral al momento de legislar, crear políticas públicas, tomar decisiones jurídicas?
–Hay un ítem que está tematizado en casi todo el mundo occidental, que es la centralidad de las víctimas. Algunos teóricos ingleses lo muestran como un aspecto muy negativo, porque frente a la centralidad de las víctimas el debate adquiere una visceralidad por la cual es imposible discutir a partir de algún tipo de racionalidad, de manera que quien quiera oponerse a determinadas leyes o se preocupe por los derechos de los victimarios estaría ofendiendo su memoria y defendiendo a los delincuentes. Eso contribuyó a que se vuelva casi ilegítimo discutir temas como los derechos humanos de las personas que están privadas de libertad, por ejemplo. En el caso argentino es más complejo, porque la centralidad de la víctima no tiene sólo un costado regresivo. Nosotros tenemos la centralidad de las víctimas ligadas al terrorismo de Estado, y en este caso la voz de las víctimas no tuvo el efecto que marcan los teóricos ingleses. Hay diferentes formas de presencia de las víctimas en el espacio público, pero tal como se dio esa presencia en algunos casos, sin negar lo terrible de ese dolor, sin duda no facilitó un debate más desapasionado sobre el tema.
–¿No cree que haya un escenario predispuesto para que se dé este mecanismo?
–Está demostrada la ineficacia de las leyes más duras, su verdadero fin es mostrarle a la sociedad que se estaba haciendo algo. Uno puede decir que hay una respuesta a la cuestión social, pero también se puede ver que hay algunas experiencias interesantes en Canadá o en algunos países escandinavos que se alejan de esa cuestión punitiva y que son eficaces. Desde América latina podríamos tomar parte de estas experiencias. Hay una orfandad de pensamiento, de una reflexión de política de seguridad que sea acorde a un problema grave pero que también sea respetuosa de los derechos humanos y de la función de reintegración que tiene el Estado. Este déficit de políticas innovadoras es un problema en casi toda América latina.
–¿Cómo analiza el reclamo que ha hecho la sociedad de políticas de tipo punitivas?
–El sentimiento de inseguridad se procesa de acuerdo a las medidas políticas previas, pero no las deja indemnes. Veo como un campo dividido en tres. Un polo punitivo, reaccionario, que difícilmente cambie y con el que uno tiene que pugnar el espacio público. Un polo democrático, comprometido con las políticas progresistas, que ve que no hay una solución actual al problema pero que está comprometido con algunas respuestas progresistas. Pero creo que hay un tercer grupo que está en esa posición intermedia, que no apoyaría políticas punitivas máximas pero que, frente a la falta de respuestas, podrían ser tentados con algún tipo de propuestas, lo que llamo un “deslizamiento punitivo”. Ahí sí el rol del Estado es importante, en mostrar que hay prioridades y que algunas cuestiones se están trabajando.
–En su libro usted plantea una relación entre un reclamo de Estado mínimo y la explosión del mercado privado de la seguridad.
–Dentro de la mirada más punitiva hay dos tendencias. Hay partidarios de un Estado mínimo, que sólo se ocupe de cuestiones punitivas, y un mercado privado como solución más eficaz. Pero también hay una idea de un Estado grande, que pueda atender la cuestión penal-judicial, más otras.
–¿Cuál es la relación entre el proceso de deslocalización y desidentificación en la percepción de inseguridad con los estereotipos que se crean respecto de la figura del delito?
–La imagen de la deslocalización es que ya no hay una frontera tajante entre zonas seguras e inseguras en la propia ciudad. En el caso argentino, esa imagen de un delito anónimo, producto de la implosión del tejido social, que no está ligado a grupos que tienen un control sobre el territorio, como aparece en otros países de América latina. Eso refuerza algunos estereotipos. En una encuesta en la ciudad de Buenos Aires, de la que participé, el segundo delito más temido era ser atacado en la calle sin motivo aparente. Lo cual es muy impresionante, porque no es un delito que prevalezca en la ciudad de Buenos Aires. No hay en general crímenes de odio, los ataques son por robo. Con respecto a lo que yo llamo desindentificación relativa, al ver los medios de comunicación o hablar con algunas personas pareciera que el temor está centrado en los sospechosos de siempre: pobres, sectores populares, jóvenes pobres. En parte es así, pero se fue pluralizando el sujeto de temor, el temor a la policía, al poder a alguien “que se parece a uno”. Hay una imagen de otro amenazante que está ahí. ¿Esto genera una “democratización del temor”? No.
–¿Por qué no?
–Porque retroalimenta la idea de que “nadie es confiable”. Hay una construcción del estigma más fuerte –los jóvenes pobres son menos confiables que otros–, pero no es que aparezcan sólo como el único grupo desconfiable. Esa desidentificación relativa lleva a la presunción generalizada de peligrosidad, la idea de que ante cualquier intercambio con un extraño, hay que tener algún dispositivo para decodificar si es peligroso o no.
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