Conductas comunicativas odiosas e inteligencia artificial: ¿un problema penal?[1]
Por Marcelo Alfredo Riquert[2]
En el marco de un Encuentro cuyo
tema es “Aportaciones del derecho penal
para la consolidación democrática”, en medio de un proceso electoral que se
ha visto en que los discursos han estado teñidos de expresiones odiosas, donde
se ha hecho un lugar común decir que vivimos atravesados por “una grieta” que
nos divide, me pareció oportuno ocuparme de estas conductas comunicativas
odiosas, cuya facilidad de difusión se ha potenciado por el uso de herramientas
de inteligencia artificial (IA) y las tecnologías de la información y
comunicación (TICs), tratando de ensayar una respuesta a la pregunta sobre si
allí hay un problema, una conflictividad, que deba ser considerado por el
derecho penal.
Cuando se habla de la vinculación
entre el odio y el derecho penal es usual presentar la que se conoce como
pirámide del odio, en la que se ofrece una imagen secuenciada de lo más leve a
lo más grave, extremos que no ofrecen ninguna duda. En el primer caso, cuando
sencillamente nos referimos a los estereotipos y prejuicios, o manifestaciones
de deshumanización como los comentarios negativos e insensibles, los apodos o
motes, reproducción de expresiones prejuiciosas, etc., estamos en una zona, la
de los escalones inferiores, donde el derecho penal no tiene nada que hacer. En
el segundo, en los escalones superiores, donde hallamos conductas que alcanzan
la violencia física contra propiedad y símbolos (vandalismo) o contra las
personas (agresiones contra la integridad física o sexual), que culminan en
delitos de lesa humanidad cuya triste cúspide es el genocidio, tampoco median
dudas, en este caso, sobre la absoluta legitimidad del recurso del derecho
penal.
Es la franja intermedia aquella que
ofrece una complejidad que impide llegar a una respuesta contundente en
cualquier sentido ex ante. En efecto el segmento que conocemos como “discursos
de odio” (o “ciberodio” en la versión tecnológica) comprende varias conductas
comunicativas de diversa intensidad, incluyendo rumores para provocar actitudes
o conductas discriminatorias contra colectivos minorizados; mientras que en el
escalón que corresponde a la “discriminación”, también con marcada gradualidad,
hay conductas de tal tenor vinculada a los más diversos aspectos, como el
empleo, la vivienda, la educación, la sanidad, los espacios públicos, los
locales comerciales, etc. Respecto del último, tenemos una vieja regulación, la
Ley 23592, de agosto de 1988, en los comienzos del retorno a la vida
democrática, durante el gobierno del Presidente Alfonsín. La conocida como “Ley
Antidiscriminatoria” incluye un par de normas penales que establecen entonces
cuáles son los casos de interés penal (los arts. 2 y 3). No serán objeto de
nuestra atención aquí, que estará dirigida al restante, es decir, a los
“discursos de odio”, respecto de cuya interferencia penal aparece como un
primer y no menor obstáculo el reconocido constitucionalmente derecho a la
libertad de expresión.
Cuando se la relaciona con Internet,
se advierte que este medio expande la libertad de expresión en su doble
dimensión: tanto como el derecho de todas las personas a difundir e
intercambiar ideas, como el derecho a buscar y recibir información de todo tipo.
Desde la mirada dominante del mundo occidental, la libertad de expresión es
considerada un instrumento indispensable para el ejercicio pleno de los
derechos humanos y la vida democrática. Y, justamente, Internet es presentada
como un espacio en que aquella se maximiza, lo que tradujo en la famosa frase
que se resume en que Internet es libre, es libertad, es libertad de expresión o
discurso. En un mundo que ciertamente ha cambiado en las últimas décadas, la
pregunta sobre la vigencia de la frase se impone.
En efecto, los penalistas nos
encontramos con los desafíos que para nuestra área significa el impacto del
avance tecnológico, en particular en estos tiempos de la IA, en que se anuncia
que la digitalización ha provocado una crisis en la democracia que lleva a que
autores como Byung-Chul Han, en una de sus obras más recientes, habla de la
vigencia de una “infocracia”[3].
Para llegar a la democracia, la imprenta y la popularización del libro y la
lectura jugaron un rol central que permitió la construcción de discursos
apoyados en la argumentación racional. De esto se nutrió nuestra democracia
occidental. Pero, aceleradamente, en las últimas décadas varios fenómenos la
han impactado. El libro y la lectura fueron reemplazados por los medios
audiovisuales y en infoentretenimiento. Una población entretenida y adicta a la
pantalla catódica cuestiona la necesidad de seguir adelante con las pautas de
vigilancia y represión propios del momento del capitalismo industrial. Reina la
“telecracia”. A su vez, el discurso y la racionalidad son dejados de lado a
favor de la performance y comunicación afectiva o emocional, dando paso a una
“teatrocracia” en que las “fake news” (noticias falsas) y “deep fakes”
(contracto de aprendizaje profundo –deep learning- y falso) son mucho más
efectivas que un argumento bien fundado. Una imagen falsa de un candidato que
alega fraude (Trump) provoca que en EEUU se ingrese al Capitolio ilegalmente
por una masa de fanáticos que ponen en vilo a la democracia misma; en Brasil
otro tanto sucedió en su capital cuando se intentó tomar el Planalto por los
partidarios de Bolsonaro. De allí que surja la pregunta sobre si la Deep fakes
están contra la democracia o, sencillamente, son el resultado de la infocracia.
Paso final en este proceso, surge la pantalla táctil, proliferan los
smartphones o teléfonos inteligentes (que se transforman en una verdadera
extensión de nuestro cuerpo, pegados a nuestras manos en forma constante y
focalizando casi toda nuestra capacidad de atención), la información se multiplica
y viraliza en los medios digitales y se vive una real “infodemia”. Herramientas
como el microtargetting, los bots, las mencionadas fake news, facilitan una
guerra informativa que nos traslada en forma directa a esta degradada versión
de la vida democrática[4].
En función de esta nueva etapa
social que no pudo por razones temporales ser conocida por Foucault, plantea
Byung-Chul Han que aquella mirada basada en el capitalismo industrial, en cuyo
contexto se vivía un “régimen de la disciplina” en que las personas éramos
simple ganado laboral, un engranaje en la máquina del poder, debe reemplazarse
por otra que se corresponda con el tiempo del capitalismo de la información,
para el que las personas son datos y ganado consumidor. Entonces, mientras el
capitalismo industrial explotaba cuerpos y energías en un mundo en que el
factor de poder era la posesión de los medios de producción, y el poder
disciplinario se ejercía para obtener cuerpo débiles mediante el aislamiento y
la sumisión (el mecanismo propio del Panóptico), obteniendo lo que llamó
Foucault el “poder disciplinario biopolítico”, en que la visibilidad constante
se garantiza por el “Gran Hermano”; nos encontramos ahora con ese capitalismo
de la información que explota información y datos en un mundo en que el factor
de poder es justamente la información que permite concretar una vigilancia
psicopolítica en que prima el control y pronóstico de comportamientos; así, el
poder se basa en la comunicación y la/ creación de redes (no en el aislamiento)
y arribamos a lo que se denomina el “poder de la psicopolítica”, donde la
tecnología de la información digital hace de la comunicación el medio de
vigilancia[5].
En el “régimen de la información”,
nos dice Byung-Chul Han, el sujeto se cree libre, auténtico, creativo, cree que
se produce y realiza a sí mismo, mientras que lo que está sucediendo es su
perfilamiento: se siente libre mientras está siendo vigilado en las redes. Si
hay una libertad es la de hacer click, dar likes y postear contenidos que,
sencillamente, facilitan aún más el perfilamiento que permite mejorar el efecto
burbuja o cámara de eco, ofreciendo a cada búsqueda aquello funcional a nuestro
sesgo de confirmación y mejorando la capacidad de predicción sobre aquello que
vamos a hacer o querer. Las técnicas de poder propias del neoliberalismo como
son la libertad y la comunicación son aprovechadas y transforman a nuestro
celular en un instrumento de vigilancia y sometimiento. Se da un efecto
paradojal en que la sensación de libertad es la que garantiza la dominación,
que se consuma cuando se aúna con la información que es, en realidad, lo único
transparente en cuanto circula libremente. Así, la libre no son las personas
sino la información. Puede decirse entonces que la “prisión digital” es
transparente. Lo que no lo es su “sala de máquinas”: la caja negra algorítmica[6].
Este es el escenario en que nos
encontramos, en el que debemos comenzar a pensar nuevamente los problemas que
nos atañen. Este es el medio en que se desarrolla hoy esa libertad de expresión
que debemos contrastar con las conductas comunicativas odiosas. Son numerosos
los fallos en que la CSJN ha abordado el tema de la libertad de expresión en
nuestro orden constitucional, reconociéndola tanto en su faceta emisora
(derecho a expresarse) como receptiva (derecho de informarse)[7].
Se ha referido asimismo a la incidencia de la IA, advirtiendo su posible
colisión con derechos fundamentales, diciendo “…el creciente uso de herramientas de tecnología informática y, en
particular, de sistemas que podrían incluirse dentro de la categoría
“Inteligencia Artificial” (IA), suscita numerosos interrogantes respecto de su
campo de aplicación a la luz de los derechos fundamentales reconocidos en la
Constitución Nacional y en los Tratados de Derechos Humanos, así como respecto
de su incidencia en la ordenación del debate público…”[8].
Esta preocupación también ha comprendido a la oscuridad de los algoritmos
usados por los motores de búsqueda de información, respecto de lo que dijo: “En base a la forma en que Google manifestó
que aparecen los resultados, se podría generar un cierto perfil de las personas
que podría condicionar la composición de lugar que el internauta se hará de la
identidad de la persona auscultada. De ahí la necesidad de asumir hacia el
futuro la problemática de ciertos aspectos del funcionamiento de los algoritmos
de los que se sirven los motores de búsqueda, para que resulten más entendibles
y transparentes para los usuarios, hoy sujetos a la decisión de aquellos”[9].
Lo señalado pone en evidencia que la
construcción de perfiles mediante herramientas de “big data” e IA, así como el
ofrecimiento de información por los buscadores siguiendo pautas ocultas en los
algoritmos que deciden el orden en que se mostrará, no ha escapado a la
consideración reciente de nuestro máximo Tribunal.
Tendientes a garantizar la libertad
de expresión en Internet se han elaborado una serie de principios, a saber: 1)
acceso universal; 2) pluralismo y diversidad; 3) igualdad y no discriminación;
4) privacidad; 5) libre y abierta, es decir, rigen la transparencia y
neutralidad en la red; 6) gobernanza multisectorial. No obstante, es claro, hay
límites generales, siendo el más trascendente el de la prohibición de
propaganda a favor de la guerra o la apología del odio nacional, racial o
religioso, reconocido en varios de los instrumentos que constituyen el sistema
internacional tutelar de los derechos humanos (así, arts. 20 del PIDCyP, 4 de
la Convención Internacional sobre la Eliminación de toda forma de
Discriminación Racial, 3 de la Convención para la Prevención y la Sanción del
delito de Genocidio; 13 inc. 5 de la CADH y numerosas normas constituyentes de
lo que conocemos como “soft law”).
Queda claro entonces que la libertad
de expresión tiene allí un límite, que es al que ha de atenderse cuando nos
encontramos ante las conductas comunicativas odiosas. Y, como se comenzó
señalando, es importante deslindar lo que llamamos discursos de odio de los
delitos de odio. Los primeros son palabras o expresiones que difunden ideas de
superioridad e inferioridad de “casta” o que intentan justificar la violencia,
el odio o la discriminación contra personas, comunidades o grupos de personas
basada en las características personales que las identifican, así como la
incitación a actos de violencia material concretos; mientras que los segundos implican
actos materiales concretos como lesiones, asesinato, incendio premeditado o
vandalismo, es decir, ofensas o actos que están tipificados como delitos en
contra de personas o la propiedad en los que priman los sentimientos de
hostilidad, rechazo y animadversión. En estos últimos, claro, no hay espacio a
la duda y el derecho penal legítimamente interviene. En los primeros, como
enfatiza Anna Richter, es central que no cualquier comunicación odiosa es un “discurso
de odio”. Se necesita que se refiera a una característica especial de la
víctima del discurso, a algún elemento de su identidad. Es esta referencia
identitaria la que hace que el odio se dirija también a todas las personas que
comparten tal rasgo constituyente. Por eso, si falta, no habría discurso de
odio. Es lo que hace que una afirmación que expresa odio personal entre
familiares, parejas o amigos, en el marco de una discusión, por cuestiones
personalísimas, no lo sea. Se necesita que medie aquella cuestión de identidad
o no hay discurso de odio[10].
Estas conductas comunicativas
odiosas, por cierto, no son nuevas aunque sí lo sea, relativamente, la expresión
“discursos de odio”, acuñada en la década del sesenta del siglo pasado en los
EEUU por el FBI ante la proliferación de expresiones de racismo como las del
Ku-Klux-Klan y de negacionismo del genocidio de los nazis. En la actualidad,
pueden agregarse muchas otras como las vinculadas con cuestiones de género,
libertad sexual e identidad, la radicalización de los discursos políticos
(Trump o Bolsonaro), la exaltación del terrorismo, la también radicalización de
la violencia o extremismo violento, la información falsa o desinformación con
fines discriminatorios, el negacionismo en un sentido amplio y apología de los
delitos de lesa humanidad. Entre las expresiones odiosas más habituales suele
mencionarse las siguientes: homofobia, transfobia, discriminación sexista o de
género, xenofobia derivada de los movimientos migratorios, intolerancia
religiosa, romafobia (odio a la etnia gitana), mesofobia (odio a la mezcla o
interculturalidad), aporafobia (odio al pobre o persona sin recursos o en
riesgo de exclusión social) y gerontofobia (odio a las personas mayores).
Dentro de este vasto universo de manifestaciones
odiosas hay que buscar criterios que permitan deslindar aquellas respecto de
las que puede ser limitada la “libertad de expresión”, lo que no necesariamente
quiere decir que debe habilitarse una actuación penal. El Alto Comisionado de
Naciones Unidad para los Derechos Humanos (ACNUDH) ha establecido con las
llamadas “Reglas de Rabat” o “Plan de Acción de Rabat”[11]
un estándar o umbral para distinguir: 1) las expresiones que constituyen
delito; 2) las que no son sancionables penalmente pero que podrían justificar
un proceso civil o sanciones administrativas; 3) las que no son legalmente
sancionables pero generan preocupación en términos de tolerancia, el civismo y
el respeto de los derechos de los demás.
En
concreto, el “Plan de Acción de Rabat” establece un análisis en seis partes que
debe ser satisfecho, vinculado al contexto (permite valorar la probabilidad
conforme la situación social y política de que la incitación prospere), el/la
orador/a (la reputación individual u organización de pertenencia del orador
permiten valorar el impacto en la audiencia), la intención (no basta la
imprudencia o negligencia, debe buscarse activar una relación triangular entre
objeto, sujeto y audiencia del discurso), el contenido y la forma (enfoque
central para la apreciación judicial: dirección y grado de provocación del
discurso, así como forma, estilo y naturaleza de la argumentación usada), la
extensión del discurso (si es público, su magnitud, el tamaño de la audiencia,
los medios de difusión empleados, etc.) y la probabilidad, incluyendo la
inminencia (la razonable probabilidad de que el discurso logre incitar una
acción real contra el colectivo objetivo, reconociendo que dicha causación debe
ser bastante directa). Se trata, entre otras cosas, de evitar las persecuciones
a las minorías mediante el abuso de leyes, jurisprudencia y políticas poco
claras. Así, se llama a los líderes políticos y religiosos a abstenerse de usar
la incitación al odio, pero recordando a la vez que tienen un papel crucial en
denunciar con firmeza y rapidez las expresiones de odio, dejando en claro que
la violencia nunca será tolerada como respuesta a la incitación al odio.
Un
problema adicional importante es la existencia en el mundo occidental de dos
modelos para regular los discursos de odio que podrían sintetizarse como el “americano”
y el “europeo”. En el primero se procura dar la mayor amplitud a la libertad de
expresión evitando la censura previa y habilitando una responsabilidad
posterior por daño (así, por ejemplo, en los EEUU y nuestro país). En el
segundo, en casos excepcionales (como la inminencia de un proceso electoral) se
procura evitar el daño y, en consecuencia, se habilita la censura previa (por
ejemplo, en Alemania y Francia). Esta diferencia es una explicación plausible a
que el Protocolo Adicional al Ciberconvenio de Budapest (Estrasburgo,
28/01/03), relativo a la penalización de actos de índole racista y xenófoba
cometidos por medio de sistemas informáticos, no haya aun reunido las firmas
suficientes para ser operativo.
Sentadas
estas pautas generales en trazo grueso atendiendo al espacio disponible para la
ponencia, se impone referirnos al estrecho espacio en que hemos fijado nuestro
objeto, que es el corresponde a la intervención de las diversas TICs como
factor potenciador, lo que se ha reconocido acuñando incluso una designación
específica: “ciberodio”. En efecto, haters (odiadores), flamers (incendiarios),
trolls (provocadores anónimos), influencers (influyentes en redes sociales),
cibertropas, intervienen en el proceso comunicativo que, según se vio, tiene
por nota distintiva en la actualidad, en la “sociedad de la información”, que
esta se ofrece mediante filtros burbuja, conformándose las denominadas “cámaras
de eco” que incrementan la natural tendencia al “sesgo de confirmación”.
¿Y qué papel puede jugar la IA en todo esto?
Si le preguntamos a cualquiera de los sistemas de procesamiento de lenguaje
natural que se han popularizado en los últimos meses, por nombrar sólo algunos,
el famoso ChatGPT de la empresa OpenIA o Bing de Microsoft en occidente (en
China está el chatbot “Ernie”, creado por el equivalente de Google: Baidú), las
respuestas son bastante similares. Admiten que la IA puede ser útil para
cometer delitos, en concreto, también discursos de odio. Inmediatamente,
aclaran que también sirve para prevenirlos. Para esto, aclaran, se necesita un
enfoque multidisplinario, que conjuge la tecnología con la educación y
políticas públicas (así, ChatGPT), o llamar a un uso ético y responsable de la
tecnología y adoptar medidas de alfabetización digital para prevenir y
enfrentar el fenómeno (así, Bing). Al individualizar posibles acciones útiles
para incurrir en conductas comunicativas odiosos, Bing apunta que la IA sirve
para: a) amplificarlos en redes sociales; b) generarlos, producir Deep fakes;
c) personalizarlos conforme a sesgos; d) facilitar el anonimato y la impunidad
de los autores. En cuanto a la utilidad preventiva, Bing enumera que la IA
permite: a) la detección automática y su eliminación en las plataformas; b)
alertar a las autoridades o víctimas; c) proporcionar contra-narrativas, es
decir, generar contenidos alternativos contra aquellos discursos,
reemplazándolos en las redes; d) usar modelos de análisis de sentimientos e
identificarlos en tiempo real.
En
síntesis, por diversos factores culturales, sociales y tecnológicos, los
discursos de odio proliferan y, en los últimos meses, el proceso electoral ha
reactualizado una de sus modalidades más discutidas: el negacionismo o
minimización de los delitos de lesa humanidad, en concreto, los realizados
durante la última dictadura cívico-militar. Valga aclarar que la tipificación
de la “negación, minimización burda, aprobación o justificación del genocidio o
de crímenes contra la humanidad” es reclamada por el art. 6 del mencionado
Protocolo Adicional de Estrasburgo, junto a otras figuras que, entre nosotros,
tendrían parcial recepción por vía de la citada vieja Ley 23592/1988 de “Actos
Discriminatorias”, sancionada durante el gobierno de Raúl Ricardo Alfonsín, con
la vuelta a la democracia.
Se
trata de una tipificación polémica, nuevamente, de extendido uso en Europa (la
tienen dos decenas de países con diversa intensidad) pero no en América. No
faltan ejemplos curiosos como la tipificación en sentido contrario de Turquía,
donde lo que es delito no es negar un genocidio sino afirmar que existió el
realizado sobre el pueblo armenio a comienzos del siglo pasado. Fronza recuerda
que la voz “negacionismo” se debe a Henry Rousso en su obra “Vichy Sindrome”,
en relación con afirmaciones que negaban la existencia de cámaras de gas en los
campos de exterminio nazis. Hoy
día alude al fenómeno de la negación de hechos históricos e incluye al
genocidio, a los crímenes contra la humanidad y de guerra. Ha dado lugar a la
tipificación del “negacionismo histórico o restringido” (solo el Holocausto, x
ej. Francia) o del “negacionismo amplio” (incluye otros delitos de lesa
humanidad, x ej. España). Cuando se focaliza en lo que sucede en medios
informáticos, se advierte que se propaga y contribuye a la ampliación de la
desinformación o de información falsa, incluyendo cosas como el terraplanismo,
la negación del cambio climático, el aterrizaje en la luna, los orígenes del
virus del HIV-SIDA y la eficacia de la vacunación, las teorías de Darwin, los
ataques del 11 de septiembre y otros asuntos menos significativos, como el
lugar de nacimiento de Barack Obama[12].
Quisiera
aclarar que mi primera aproximación intuitiva a esta singular temática fue
favorable al uso del derecho penal en este campo. Sin embargo, a medida que he
ido avanzando en una investigación que aun considero en curso, me he ido
orientando en sentido contrario, es decir, me parece que no es conveniente
habilitar el recurso al derecho penal salvo algún caso muy particular, como
podría ser que el negacionista fuere un funcionario público, sobre lo que se ha
ensayado alguna propuesta de legislación.
En
los últimos años se han sucedido muchos proyectos de ley para tipificar el
negacionismo y la apología del genocidio y los delitos de lesa humanidad.
Pueden contarse desde 2016 un total de nueve (9) en la H. Cámara de Diputados y
dos (2) en la H. Cámara de Senadores. En la actualidad, hay seis (6) que
mantienen estado parlamentario, tres (3) de ellos presentados en julio pasado
(el de la diputada Moisés que es general, amplio y local; el de la diputada
Marziotta que es local –referido solo a la dictadura-; y el de la senadora
Pilatti Vergara, que es general y amplio). Podría decirse que como telón de
fondo de todo esto opera que, lejos de propiciarse el olvido, tanto en nuestro
país como en occidente en general, como afirma Fronza, lo que ha primado es el “culto
a la memoria” (Todorov) o la “voluntad de memoria” (Rousso). Sin ir más lejos,
el 24 de marzo lo que celebramos es el “Día Nacional de la Memoria por la Verdad
y la Justicia”. Este es un postulado irrenunciable de nuestra joven democracia
cuando hemos alcanzado las cuatro décadas sin interrupción institucional. No
queremos olvidar lo que pasó durante la dictadura. Lo que queremos es
recordarlo y evitar que se repita. La
pregunta espinosa frente al negacionismo es: ¿el derecho penal, puede no ser la respuesta adecuada?
Fronza
señala que si queremos llevar al derecho penal a esta conflictividad habría que
responder varios interrogantes: ¿Cómo podemos evitar que se desate una guerra
de memorias?; ¿Cómo debemos prevenir un exceso de crímenes de opinión?; ¿Cómo
no poner en discusión esos mismos derechos fundamentales en los que se funda
una sociedad abierta?; ¿Cómo podemos mantener esos principios de legalidad y
lesividad que deben ser la base y el límite de todo derecho penal liberal?. Por
último, al que asigno singular relevancia: ¿Por
qué introducir otro delito cuando la instigación y la apología ya son punibles?
(arts. 209[13] y 213[14]
del CP). Es decir, el código vigente tiene un espacio de posible intervención
penal fijado con figuras no exentas de polémica. Pero, en definitiva, si el
discurso de odio en concreto, si la expresión negacionista, asumen la modalidad
de la instigación o de la apología, las figuras ya existen. Si no tienen esa
dimensión, ¿por qué crear un tipo más
amplio?
Richter recuerda la opinión de
Roxin, para quien el negacionismo es la mera negación de un hecho histórico
(comprobado y ampliamente reconocido) que no incita a los terceros a la acción.
Su falsedad, en definitiva, provocaría que el público rechace al negacionista
en lugar de aceptarlo y aplaudirlo. No es entonces un tema para el derecho
penal[15].
En nuestro país, entre otros autores, Daniel Rafecas apunta, con razón, que los
discursos de odio son una condición necesaria para la consumación de un
genocidio, lo que se ha visto tanto en el caso del genocidio armenio como en el
perpetrado por los nazis. En efecto, en nota publicada un par de días luego de
nuestro Encuentro de Profesores pero reiterando ideas previas, señaló que ambos
genocidios fueron el producto de la cotidiana siembra por largos períodos de
años y décadas de discursos de odio. Esto también ocurrió en lo que fue el
terrorismo de Estado, no solamente en la Argentina, sino en otras dictaduras
latinoamericanas. De allí que recuerde la necesidad de estar muy atentos y
sensibles a la aparición, irrupción, promoción, surgimiento o multiplicación de
estos discursos que, casi siempre, circulan en forma muy encapsulada, en grupos
cerrados, de redes sociales y, de repente, empiezan a cobrar mayor
protagonismo, a salir y circular de un modo más abierto. Acerca de la
intervención penal en este campo, afirma “no
estoy para nada seguro, y no creo, sinceramente, que la represión —es decir, la
utilización de delitos penales para castigar actitudes como el negacionismo o
el relativismo u otras formas agraviantes a la memoria de los sobrevinientes,
de las víctimas y de los familiares de procesos genocidas o de crímenes
masivos—, sea el camino”.
Sostiene que es una respuesta
avalada por la experiencia en casos concretos, que le lleva a entender que criminalizar
con pena de prisión, a quienes agravian a través de la negación o la
relativización de procesos genocidas, va a facilitarles a estos sectores para
llegar con su discurso de odio al corazón del sistema mediático en nuestro
país. La judicialización va a ser usada para alegar que se atenta contra
derechos constitucionales como la libertad de expresión y de prensa. Concuerdo.
Creo lleva razón la corriente de pensamiento que resalta la inconveniencia de
permitir la “martirización” y el efecto amplificador comunicacional. También
coincido en cuanto postula que el camino en que hay que redoblar los esfuerzos
es el de la educación. Estimo que la contradicción con la narrativa establecida
u oficial debe tener por respuesta el reafirmarla. Insistir con las políticas
de Memoria, Verdad y Justicia[16].
Apunta Rafecas que otra estrategia a
propiciar es presionar a las grandes corporaciones trasnacionales propietarias
de las redes sociales masivas, por donde fluyen casi sin límites discursos de
odio, para que establezcan criterios restrictivos y sanciones a usuarios
responsables de estos comportamientos. Valga aclarar, de nuestra parte, que
sobre esto hay numerosos antecedentes.
En cuanto a la posible intervención
penal razonable en este campo, coincidente con lo antes expuesto, Rafecas la
encuentra en el caso en que quien profiere discursos negacionistas es un
funcionario público —electo o designado—, en el ejercicio de sus funciones. La
razón: resulta evidente e ineludible considerar afectadas las expectativas
ciudadanas en el correcto desempeño de los servidores públicos y, por ende,
sería perfectamente viable castigar a ese agente negador del terrorismo de
Estado, con una pena de inhabilitación para ejercer la función pública[17].
Cerrando, quisiera insistir en que
se debe maximizar la paciencia y la tolerancia ante narrativas alternativas,
paralelas y contradictorias. Si de verdad postulamos un derecho penal de mínima
intervención debemos ser coherentes con esa idea, debemos propiciar la más
amplia libertad de expresión y solo restringirla cuando se provoquen daños concretos,
lo que sí será objeto de atención penal. Mientras tanto, la herramienta
primordial es la educación y la memoria.
[1]
El texto corresponde a la ponencia
presentada en XXII Encuentro de la Asociación Argentina de Profesores de
Derecho Penal, realizado en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional
de La Plata, los días 2 y 3 de noviembre de 2023, panel que integraron además la
Profa. Nadia Espina y el Prof. Javier A. De Luca. Se ha mantenido el formato
coloquial prescindiendo de la cita de todo el aparato dogmático, limitándome a incluir algunas referencias bibliográficas
mencionadas durante la exposición.
[2]
Director del Área Departamental
Penal de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Mar del Plata. Ex
Presidente de la Asociación Argentina de Profesores de Derecho Penal.
[3]
Me refiero al texto “Infocracia”, ed. Taurus, Bs.As., 2022.
[4]
Puede profundizarse sobre esto en dos primeros capítulos de la obra del
filósofo surcoreano antes individualizada (págs. 9/42).
[5] Byung-Chul
Han, ya citado, págs. 9/11.
[6]
Valga insistir, lo expuesto es una versión muy simplificada -en el marco de una
ponencia acotada- de lo que expone Byung-Chul Han en la citada obra.
[7]
En efecto, en causa “Denegri” señaló: “…esta
libertad comprende el derecho de transmitir ideas, hechos y opiniones a través
de internet, herramienta que se ha convertido en un gran foro público por las
facilidades que brinda para acceder a información y para expresar datos, ideas
y opiniones. Así ha sido reconocido por el legislador nacional al establecer en
el artículo 1° de la ley 26.032 que “la búsqueda, recepción y difusión de
información e ideas de toda índole, a través del servicio de Internet, se
considera comprendido dentro de la garantía constitucional que ampara la
libertad de expresión”…” (Considerando 8°, causa CIV 50016/2016/CS1, “Denegri, Natalia Ruth c/Google Inc.
s/derechos personalísimos: Acciones relacionadas”, rta. el 28/06/2022).
Agrega en el siguiente considerando (9°), que se refirió antes a la importancia
de esta herramienta por su alcance global en los precedentes “Rodríguez, María
Belén” (Fallos: 337:1174), “Gimbutas, Carolina Valeria” (Fallos: 340:1236) y
“Paquez, José” (Fallos: 342:2187).
[8]
Cf. causa “Denegri”, antes citada.
[9]
Causa “Denegri”, considerando 23.
[10]
Richter, en su trabajo titulado “El
discurso del odio en clave penal – Un primer acercamiento”, pub. en la
revista “En Letra: Derecho Penal”, UBA, Año VI, número 11, Bs.As., 2021, pág.
52.
[11]
Las reglas agrupan las conclusiones y recomendaciones de varios talleres de
expertos del ACNUDH, que se celebraron en Ginebra, Viena, Nairobi, Bangkok y
Santiago de Chile. El Plan fue aprobado en la reunión de recapitulación que
tuvo lugar en la capital de Marruecos, Rabat, los días 4 y 5 de octubre de 2012. Puede consultarse en https://www.ohchr.org/es/freedom-of-expression
[12]Cf.
Emanuela Fronza, en su obra "El
delito de negacionismo en Europa. Análisis comparado de la legislación y la
jurisprudencia”, trad. por Juan Pablo Castillo Morales, prólogo de Daniel
Pastor, ed. Hammurabi, Bs. As., 2018.
[13]
Su texto: “El que públicamente instigare
a cometer un delito determinado contra una persona o institución, será
reprimido, por la sola instigación, con prisión de dos a seis años, según la
gravedad del delito y las demás circunstancias establecidas en el artículo 41”.
[14]
Su texto: “Será reprimido con prisión de
un mes a un año, el que hiciere públicamente y por cualquier medio la apología
de un delito o de un condenado por delito”.
[15]
Richter, antes citada, pág. 61.
[16]
Un par de semanas después del Encuentro en que se expuso esta ponencia, días
antes del balotaje, la candidata a vicepresidenta por LLA, en nueva expresión
de su mirada minimizadora de los delitos de lesa humanidad de la dictadura, ha
declarado públicamente que el Sitio de la Memoria de la ESMA (declarado por la
Unesco como Patrimonio de la Humanidad) podría ser destinado a actividades de
mayor utilidad para la comunidad. Evidentemente, media incapacidad de captar o
percibir que no hay una utilidad mayor que ser el “Museo Sitio de la Memoria
ESMA”, que ser un espacio promotor y para la defensa de los derechos humanos.
Justamente, no se trata de crear un espacio de recreación para olvidar, sino de
mantener uno que preserve la memoria y contribuya con sus muestras y
exposiciones a la educación en los valores democráticos.
[17]
Rafecas, “Más vale educar que castigar”,
artículo publicado en el semanario "El cohete a la Luna”, edición del
domingo 5/11/2023, disponible en https://www.elcohetealaluna.com/mas-vale-educar-que-castigar/