miércoles, 15 de noviembre de 2023

CONDUCTAS COMUNICATIVAS ODIOSAS E INTELIGENCIA ARTIFICIAL: ¿UN PROBLEMA PENAL?

 Conductas comunicativas odiosas e inteligencia artificial: ¿un problema penal?[1]

 

Por Marcelo Alfredo Riquert[2]

 

            En el marco de un Encuentro cuyo tema es “Aportaciones del derecho penal para la consolidación democrática”, en medio de un proceso electoral que se ha visto en que los discursos han estado teñidos de expresiones odiosas, donde se ha hecho un lugar común decir que vivimos atravesados por “una grieta” que nos divide, me pareció oportuno ocuparme de estas conductas comunicativas odiosas, cuya facilidad de difusión se ha potenciado por el uso de herramientas de inteligencia artificial (IA) y las tecnologías de la información y comunicación (TICs), tratando de ensayar una respuesta a la pregunta sobre si allí hay un problema, una conflictividad, que deba ser considerado por el derecho penal.

            Cuando se habla de la vinculación entre el odio y el derecho penal es usual presentar la que se conoce como pirámide del odio, en la que se ofrece una imagen secuenciada de lo más leve a lo más grave, extremos que no ofrecen ninguna duda. En el primer caso, cuando sencillamente nos referimos a los estereotipos y prejuicios, o manifestaciones de deshumanización como los comentarios negativos e insensibles, los apodos o motes, reproducción de expresiones prejuiciosas, etc., estamos en una zona, la de los escalones inferiores, donde el derecho penal no tiene nada que hacer. En el segundo, en los escalones superiores, donde hallamos conductas que alcanzan la violencia física contra propiedad y símbolos (vandalismo) o contra las personas (agresiones contra la integridad física o sexual), que culminan en delitos de lesa humanidad cuya triste cúspide es el genocidio, tampoco median dudas, en este caso, sobre la absoluta legitimidad del recurso del derecho penal.

            Es la franja intermedia aquella que ofrece una complejidad que impide llegar a una respuesta contundente en cualquier sentido ex ante. En efecto el segmento que conocemos como “discursos de odio” (o “ciberodio” en la versión tecnológica) comprende varias conductas comunicativas de diversa intensidad, incluyendo rumores para provocar actitudes o conductas discriminatorias contra colectivos minorizados; mientras que en el escalón que corresponde a la “discriminación”, también con marcada gradualidad, hay conductas de tal tenor vinculada a los más diversos aspectos, como el empleo, la vivienda, la educación, la sanidad, los espacios públicos, los locales comerciales, etc. Respecto del último, tenemos una vieja regulación, la Ley 23592, de agosto de 1988, en los comienzos del retorno a la vida democrática, durante el gobierno del Presidente Alfonsín. La conocida como “Ley Antidiscriminatoria” incluye un par de normas penales que establecen entonces cuáles son los casos de interés penal (los arts. 2 y 3). No serán objeto de nuestra atención aquí, que estará dirigida al restante, es decir, a los “discursos de odio”, respecto de cuya interferencia penal aparece como un primer y no menor obstáculo el reconocido constitucionalmente derecho a la libertad de expresión.

            Cuando se la relaciona con Internet, se advierte que este medio expande la libertad de expresión en su doble dimensión: tanto como el derecho de todas las personas a difundir e intercambiar ideas, como el derecho a buscar y recibir información de todo tipo. Desde la mirada dominante del mundo occidental, la libertad de expresión es considerada un instrumento indispensable para el ejercicio pleno de los derechos humanos y la vida democrática. Y, justamente, Internet es presentada como un espacio en que aquella se maximiza, lo que tradujo en la famosa frase que se resume en que Internet es libre, es libertad, es libertad de expresión o discurso. En un mundo que ciertamente ha cambiado en las últimas décadas, la pregunta sobre la vigencia de la frase se impone.

            En efecto, los penalistas nos encontramos con los desafíos que para nuestra área significa el impacto del avance tecnológico, en particular en estos tiempos de la IA, en que se anuncia que la digitalización ha provocado una crisis en la democracia que lleva a que autores como Byung-Chul Han, en una de sus obras más recientes, habla de la vigencia de una “infocracia”[3]. Para llegar a la democracia, la imprenta y la popularización del libro y la lectura jugaron un rol central que permitió la construcción de discursos apoyados en la argumentación racional. De esto se nutrió nuestra democracia occidental. Pero, aceleradamente, en las últimas décadas varios fenómenos la han impactado. El libro y la lectura fueron reemplazados por los medios audiovisuales y en infoentretenimiento. Una población entretenida y adicta a la pantalla catódica cuestiona la necesidad de seguir adelante con las pautas de vigilancia y represión propios del momento del capitalismo industrial. Reina la “telecracia”. A su vez, el discurso y la racionalidad son dejados de lado a favor de la performance y comunicación afectiva o emocional, dando paso a una “teatrocracia” en que las “fake news” (noticias falsas) y “deep fakes” (contracto de aprendizaje profundo –deep learning- y falso) son mucho más efectivas que un argumento bien fundado. Una imagen falsa de un candidato que alega fraude (Trump) provoca que en EEUU se ingrese al Capitolio ilegalmente por una masa de fanáticos que ponen en vilo a la democracia misma; en Brasil otro tanto sucedió en su capital cuando se intentó tomar el Planalto por los partidarios de Bolsonaro. De allí que surja la pregunta sobre si la Deep fakes están contra la democracia o, sencillamente, son el resultado de la infocracia. Paso final en este proceso, surge la pantalla táctil, proliferan los smartphones o teléfonos inteligentes (que se transforman en una verdadera extensión de nuestro cuerpo, pegados a nuestras manos en forma constante y focalizando casi toda nuestra capacidad de atención), la información se multiplica y viraliza en los medios digitales y se vive una real “infodemia”. Herramientas como el microtargetting, los bots, las mencionadas fake news, facilitan una guerra informativa que nos traslada en forma directa a esta degradada versión de la vida democrática[4].

            En función de esta nueva etapa social que no pudo por razones temporales ser conocida por Foucault, plantea Byung-Chul Han que aquella mirada basada en el capitalismo industrial, en cuyo contexto se vivía un “régimen de la disciplina” en que las personas éramos simple ganado laboral, un engranaje en la máquina del poder, debe reemplazarse por otra que se corresponda con el tiempo del capitalismo de la información, para el que las personas son datos y ganado consumidor. Entonces, mientras el capitalismo industrial explotaba cuerpos y energías en un mundo en que el factor de poder era la posesión de los medios de producción, y el poder disciplinario se ejercía para obtener cuerpo débiles mediante el aislamiento y la sumisión (el mecanismo propio del Panóptico), obteniendo lo que llamó Foucault el “poder disciplinario biopolítico”, en que la visibilidad constante se garantiza por el “Gran Hermano”; nos encontramos ahora con ese capitalismo de la información que explota información y datos en un mundo en que el factor de poder es justamente la información que permite concretar una vigilancia psicopolítica en que prima el control y pronóstico de comportamientos; así, el poder se basa en la comunicación y la/ creación de redes (no en el aislamiento) y arribamos a lo que se denomina el “poder de la psicopolítica”, donde la tecnología de la información digital hace de la comunicación el medio de vigilancia[5].

            En el “régimen de la información”, nos dice Byung-Chul Han, el sujeto se cree libre, auténtico, creativo, cree que se produce y realiza a sí mismo, mientras que lo que está sucediendo es su perfilamiento: se siente libre mientras está siendo vigilado en las redes. Si hay una libertad es la de hacer click, dar likes y postear contenidos que, sencillamente, facilitan aún más el perfilamiento que permite mejorar el efecto burbuja o cámara de eco, ofreciendo a cada búsqueda aquello funcional a nuestro sesgo de confirmación y mejorando la capacidad de predicción sobre aquello que vamos a hacer o querer. Las técnicas de poder propias del neoliberalismo como son la libertad y la comunicación son aprovechadas y transforman a nuestro celular en un instrumento de vigilancia y sometimiento. Se da un efecto paradojal en que la sensación de libertad es la que garantiza la dominación, que se consuma cuando se aúna con la información que es, en realidad, lo único transparente en cuanto circula libremente. Así, la libre no son las personas sino la información. Puede decirse entonces que la “prisión digital” es transparente. Lo que no lo es su “sala de máquinas”: la caja negra algorítmica[6].

            Este es el escenario en que nos encontramos, en el que debemos comenzar a pensar nuevamente los problemas que nos atañen. Este es el medio en que se desarrolla hoy esa libertad de expresión que debemos contrastar con las conductas comunicativas odiosas. Son numerosos los fallos en que la CSJN ha abordado el tema de la libertad de expresión en nuestro orden constitucional, reconociéndola tanto en su faceta emisora (derecho a expresarse) como receptiva (derecho de informarse)[7]. Se ha referido asimismo a la incidencia de la IA, advirtiendo su posible colisión con derechos fundamentales, diciendo “…el creciente uso de herramientas de tecnología informática y, en particular, de sistemas que podrían incluirse dentro de la categoría “Inteligencia Artificial” (IA), suscita numerosos interrogantes respecto de su campo de aplicación a la luz de los derechos fundamentales reconocidos en la Constitución Nacional y en los Tratados de Derechos Humanos, así como respecto de su incidencia en la ordenación del debate público…”[8]. Esta preocupación también ha comprendido a la oscuridad de los algoritmos usados por los motores de búsqueda de información, respecto de lo que dijo: “En base a la forma en que Google manifestó que aparecen los resultados, se podría generar un cierto perfil de las personas que podría condicionar la composición de lugar que el internauta se hará de la identidad de la persona auscultada. De ahí la necesidad de asumir hacia el futuro la problemática de ciertos aspectos del funcionamiento de los algoritmos de los que se sirven los motores de búsqueda, para que resulten más entendibles y transparentes para los usuarios, hoy sujetos a la decisión de aquellos”[9].

            Lo señalado pone en evidencia que la construcción de perfiles mediante herramientas de “big data” e IA, así como el ofrecimiento de información por los buscadores siguiendo pautas ocultas en los algoritmos que deciden el orden en que se mostrará, no ha escapado a la consideración reciente de nuestro máximo Tribunal.

            Tendientes a garantizar la libertad de expresión en Internet se han elaborado una serie de principios, a saber: 1) acceso universal; 2) pluralismo y diversidad; 3) igualdad y no discriminación; 4) privacidad; 5) libre y abierta, es decir, rigen la transparencia y neutralidad en la red; 6) gobernanza multisectorial. No obstante, es claro, hay límites generales, siendo el más trascendente el de la prohibición de propaganda a favor de la guerra o la apología del odio nacional, racial o religioso, reconocido en varios de los instrumentos que constituyen el sistema internacional tutelar de los derechos humanos (así, arts. 20 del PIDCyP, 4 de la Convención Internacional sobre la Eliminación de toda forma de Discriminación Racial, 3 de la Convención para la Prevención y la Sanción del delito de Genocidio; 13 inc. 5 de la CADH y numerosas normas constituyentes de lo que conocemos como “soft law”).

            Queda claro entonces que la libertad de expresión tiene allí un límite, que es al que ha de atenderse cuando nos encontramos ante las conductas comunicativas odiosas. Y, como se comenzó señalando, es importante deslindar lo que llamamos discursos de odio de los delitos de odio. Los primeros son palabras o expresiones que difunden ideas de superioridad e inferioridad de “casta” o que intentan justificar la violencia, el odio o la discriminación contra personas, comunidades o grupos de personas basada en las características personales que las identifican, así como la incitación a actos de violencia material concretos; mientras que los segundos implican actos materiales concretos como lesiones, asesinato, incendio premeditado o vandalismo, es decir, ofensas o actos que están tipificados como delitos en contra de personas o la propiedad en los que priman los sentimientos de hostilidad, rechazo y animadversión. En estos últimos, claro, no hay espacio a la duda y el derecho penal legítimamente interviene. En los primeros, como enfatiza Anna Richter, es central que no cualquier comunicación odiosa es un “discurso de odio”. Se necesita que se refiera a una característica especial de la víctima del discurso, a algún elemento de su identidad. Es esta referencia identitaria la que hace que el odio se dirija también a todas las personas que comparten tal rasgo constituyente. Por eso, si falta, no habría discurso de odio. Es lo que hace que una afirmación que expresa odio personal entre familiares, parejas o amigos, en el marco de una discusión, por cuestiones personalísimas, no lo sea. Se necesita que medie aquella cuestión de identidad o no hay discurso de odio[10].

            Estas conductas comunicativas odiosas, por cierto, no son nuevas aunque sí lo sea, relativamente, la expresión “discursos de odio”, acuñada en la década del sesenta del siglo pasado en los EEUU por el FBI ante la proliferación de expresiones de racismo como las del Ku-Klux-Klan y de negacionismo del genocidio de los nazis. En la actualidad, pueden agregarse muchas otras como las vinculadas con cuestiones de género, libertad sexual e identidad, la radicalización de los discursos políticos (Trump o Bolsonaro), la exaltación del terrorismo, la también radicalización de la violencia o extremismo violento, la información falsa o desinformación con fines discriminatorios, el negacionismo en un sentido amplio y apología de los delitos de lesa humanidad. Entre las expresiones odiosas más habituales suele mencionarse las siguientes: homofobia, transfobia, discriminación sexista o de género, xenofobia derivada de los movimientos migratorios, intolerancia religiosa, romafobia (odio a la etnia gitana), mesofobia (odio a la mezcla o interculturalidad), aporafobia (odio al pobre o persona sin recursos o en riesgo de exclusión social) y gerontofobia (odio a las personas mayores).

            Dentro de este vasto universo de manifestaciones odiosas hay que buscar criterios que permitan deslindar aquellas respecto de las que puede ser limitada la “libertad de expresión”, lo que no necesariamente quiere decir que debe habilitarse una actuación penal. El Alto Comisionado de Naciones Unidad para los Derechos Humanos (ACNUDH) ha establecido con las llamadas “Reglas de Rabat” o “Plan de Acción de Rabat”[11] un estándar o umbral para distinguir: 1) las expresiones que constituyen delito; 2) las que no son sancionables penalmente pero que podrían justificar un proceso civil o sanciones administrativas; 3) las que no son legalmente sancionables pero generan preocupación en términos de tolerancia, el civismo y el respeto de los derechos de los demás.

            En concreto, el “Plan de Acción de Rabat” establece un análisis en seis partes que debe ser satisfecho, vinculado al contexto (permite valorar la probabilidad conforme la situación social y política de que la incitación prospere), el/la orador/a (la reputación individual u organización de pertenencia del orador permiten valorar el impacto en la audiencia), la intención (no basta la imprudencia o negligencia, debe buscarse activar una relación triangular entre objeto, sujeto y audiencia del discurso), el contenido y la forma (enfoque central para la apreciación judicial: dirección y grado de provocación del discurso, así como forma, estilo y naturaleza de la argumentación usada), la extensión del discurso (si es público, su magnitud, el tamaño de la audiencia, los medios de difusión empleados, etc.) y la probabilidad, incluyendo la inminencia (la razonable probabilidad de que el discurso logre incitar una acción real contra el colectivo objetivo, reconociendo que dicha causación debe ser bastante directa). Se trata, entre otras cosas, de evitar las persecuciones a las minorías mediante el abuso de leyes, jurisprudencia y políticas poco claras. Así, se llama a los líderes políticos y religiosos a abstenerse de usar la incitación al odio, pero recordando a la vez que tienen un papel crucial en denunciar con firmeza y rapidez las expresiones de odio, dejando en claro que la violencia nunca será tolerada como respuesta a la incitación al odio.

            Un problema adicional importante es la existencia en el mundo occidental de dos modelos para regular los discursos de odio que podrían sintetizarse como el “americano” y el “europeo”. En el primero se procura dar la mayor amplitud a la libertad de expresión evitando la censura previa y habilitando una responsabilidad posterior por daño (así, por ejemplo, en los EEUU y nuestro país). En el segundo, en casos excepcionales (como la inminencia de un proceso electoral) se procura evitar el daño y, en consecuencia, se habilita la censura previa (por ejemplo, en Alemania y Francia). Esta diferencia es una explicación plausible a que el Protocolo Adicional al Ciberconvenio de Budapest (Estrasburgo, 28/01/03), relativo a la penalización de actos de índole racista y xenófoba cometidos por medio de sistemas informáticos, no haya aun reunido las firmas suficientes para ser operativo.

            Sentadas estas pautas generales en trazo grueso atendiendo al espacio disponible para la ponencia, se impone referirnos al estrecho espacio en que hemos fijado nuestro objeto, que es el corresponde a la intervención de las diversas TICs como factor potenciador, lo que se ha reconocido acuñando incluso una designación específica: “ciberodio”. En efecto, haters (odiadores), flamers (incendiarios), trolls (provocadores anónimos), influencers (influyentes en redes sociales), cibertropas, intervienen en el proceso comunicativo que, según se vio, tiene por nota distintiva en la actualidad, en la “sociedad de la información”, que esta se ofrece mediante filtros burbuja, conformándose las denominadas “cámaras de eco” que incrementan la natural tendencia al “sesgo de confirmación”.

            ¿Y qué papel puede jugar la IA en todo esto? Si le preguntamos a cualquiera de los sistemas de procesamiento de lenguaje natural que se han popularizado en los últimos meses, por nombrar sólo algunos, el famoso ChatGPT de la empresa OpenIA o Bing de Microsoft en occidente (en China está el chatbot “Ernie”, creado por el equivalente de Google: Baidú), las respuestas son bastante similares. Admiten que la IA puede ser útil para cometer delitos, en concreto, también discursos de odio. Inmediatamente, aclaran que también sirve para prevenirlos. Para esto, aclaran, se necesita un enfoque multidisplinario, que conjuge la tecnología con la educación y políticas públicas (así, ChatGPT), o llamar a un uso ético y responsable de la tecnología y adoptar medidas de alfabetización digital para prevenir y enfrentar el fenómeno (así, Bing). Al individualizar posibles acciones útiles para incurrir en conductas comunicativas odiosos, Bing apunta que la IA sirve para: a) amplificarlos en redes sociales; b) generarlos, producir Deep fakes; c) personalizarlos conforme a sesgos; d) facilitar el anonimato y la impunidad de los autores. En cuanto a la utilidad preventiva, Bing enumera que la IA permite: a) la detección automática y su eliminación en las plataformas; b) alertar a las autoridades o víctimas; c) proporcionar contra-narrativas, es decir, generar contenidos alternativos contra aquellos discursos, reemplazándolos en las redes; d) usar modelos de análisis de sentimientos e identificarlos en tiempo real.

            En síntesis, por diversos factores culturales, sociales y tecnológicos, los discursos de odio proliferan y, en los últimos meses, el proceso electoral ha reactualizado una de sus modalidades más discutidas: el negacionismo o minimización de los delitos de lesa humanidad, en concreto, los realizados durante la última dictadura cívico-militar. Valga aclarar que la tipificación de la “negación, minimización burda, aprobación o justificación del genocidio o de crímenes contra la humanidad” es reclamada por el art. 6 del mencionado Protocolo Adicional de Estrasburgo, junto a otras figuras que, entre nosotros, tendrían parcial recepción por vía de la citada vieja Ley 23592/1988 de “Actos Discriminatorias”, sancionada durante el gobierno de Raúl Ricardo Alfonsín, con la vuelta a la democracia.

            Se trata de una tipificación polémica, nuevamente, de extendido uso en Europa (la tienen dos decenas de países con diversa intensidad) pero no en América. No faltan ejemplos curiosos como la tipificación en sentido contrario de Turquía, donde lo que es delito no es negar un genocidio sino afirmar que existió el realizado sobre el pueblo armenio a comienzos del siglo pasado. Fronza recuerda que la voz “negacionismo” se debe a Henry Rousso en su obra “Vichy Sindrome”, en relación con afirmaciones que negaban la existencia de cámaras de gas en los campos de exterminio nazis.             Hoy día alude al fenómeno de la negación de hechos históricos e incluye al genocidio, a los crímenes contra la humanidad y de guerra. Ha dado lugar a la tipificación del “negacionismo histórico o restringido” (solo el Holocausto, x ej. Francia) o del “negacionismo amplio” (incluye otros delitos de lesa humanidad, x ej. España). Cuando se focaliza en lo que sucede en medios informáticos, se advierte que se propaga y contribuye a la ampliación de la desinformación o de información falsa, incluyendo cosas como el terraplanismo, la negación del cambio climático, el aterrizaje en la luna, los orígenes del virus del HIV-SIDA y la eficacia de la vacunación, las teorías de Darwin, los ataques del 11 de septiembre y otros asuntos menos significativos, como el lugar de nacimiento de Barack Obama[12].

            Quisiera aclarar que mi primera aproximación intuitiva a esta singular temática fue favorable al uso del derecho penal en este campo. Sin embargo, a medida que he ido avanzando en una investigación que aun considero en curso, me he ido orientando en sentido contrario, es decir, me parece que no es conveniente habilitar el recurso al derecho penal salvo algún caso muy particular, como podría ser que el negacionista fuere un funcionario público, sobre lo que se ha ensayado alguna propuesta de legislación.

            En los últimos años se han sucedido muchos proyectos de ley para tipificar el negacionismo y la apología del genocidio y los delitos de lesa humanidad. Pueden contarse desde 2016 un total de nueve (9) en la H. Cámara de Diputados y dos (2) en la H. Cámara de Senadores. En la actualidad, hay seis (6) que mantienen estado parlamentario, tres (3) de ellos presentados en julio pasado (el de la diputada Moisés que es general, amplio y local; el de la diputada Marziotta que es local –referido solo a la dictadura-; y el de la senadora Pilatti Vergara, que es general y amplio). Podría decirse que como telón de fondo de todo esto opera que, lejos de propiciarse el olvido, tanto en nuestro país como en occidente en general, como afirma Fronza, lo que ha primado es el “culto a la memoria” (Todorov) o la “voluntad de memoria” (Rousso). Sin ir más lejos, el 24 de marzo lo que celebramos es el “Día Nacional de la Memoria por la Verdad y la Justicia”. Este es un postulado irrenunciable de nuestra joven democracia cuando hemos alcanzado las cuatro décadas sin interrupción institucional. No queremos olvidar lo que pasó durante la dictadura. Lo que queremos es recordarlo y evitar que se repita.          La pregunta espinosa frente al negacionismo es: ¿el derecho penal, puede no ser la respuesta adecuada?

            Fronza señala que si queremos llevar al derecho penal a esta conflictividad habría que responder varios interrogantes: ¿Cómo podemos evitar que se desate una guerra de memorias?; ¿Cómo debemos prevenir un exceso de crímenes de opinión?; ¿Cómo no poner en discusión esos mismos derechos fundamentales en los que se funda una sociedad abierta?; ¿Cómo podemos mantener esos principios de legalidad y lesividad que deben ser la base y el límite de todo derecho penal liberal?. Por último, al que asigno singular relevancia: ¿Por qué introducir otro delito cuando la instigación y la apología ya son punibles? (arts. 209[13] y 213[14] del CP). Es decir, el código vigente tiene un espacio de posible intervención penal fijado con figuras no exentas de polémica. Pero, en definitiva, si el discurso de odio en concreto, si la expresión negacionista, asumen la modalidad de la instigación o de la apología, las figuras ya existen. Si no tienen esa dimensión, ¿por qué crear un tipo más amplio?

            Richter recuerda la opinión de Roxin, para quien el negacionismo es la mera negación de un hecho histórico (comprobado y ampliamente reconocido) que no incita a los terceros a la acción. Su falsedad, en definitiva, provocaría que el público rechace al negacionista en lugar de aceptarlo y aplaudirlo. No es entonces un tema para el derecho penal[15]. En nuestro país, entre otros autores, Daniel Rafecas apunta, con razón, que los discursos de odio son una condición necesaria para la consumación de un genocidio, lo que se ha visto tanto en el caso del genocidio armenio como en el perpetrado por los nazis. En efecto, en nota publicada un par de días luego de nuestro Encuentro de Profesores pero reiterando ideas previas, señaló que ambos genocidios fueron el producto de la cotidiana siembra por largos períodos de años y décadas de discursos de odio. Esto también ocurrió en lo que fue el terrorismo de Estado, no solamente en la Argentina, sino en otras dictaduras latinoamericanas. De allí que recuerde la necesidad de estar muy atentos y sensibles a la aparición, irrupción, promoción, surgimiento o multiplicación de estos discursos que, casi siempre, circulan en forma muy encapsulada, en grupos cerrados, de redes sociales y, de repente, empiezan a cobrar mayor protagonismo, a salir y circular de un modo más abierto. Acerca de la intervención penal en este campo, afirma “no estoy para nada seguro, y no creo, sinceramente, que la represión —es decir, la utilización de delitos penales para castigar actitudes como el negacionismo o el relativismo u otras formas agraviantes a la memoria de los sobrevinientes, de las víctimas y de los familiares de procesos genocidas o de crímenes masivos—, sea el camino”.

            Sostiene que es una respuesta avalada por la experiencia en casos concretos, que le lleva a entender que criminalizar con pena de prisión, a quienes agravian a través de la negación o la relativización de procesos genocidas, va a facilitarles a estos sectores para llegar con su discurso de odio al corazón del sistema mediático en nuestro país. La judicialización va a ser usada para alegar que se atenta contra derechos constitucionales como la libertad de expresión y de prensa. Concuerdo. Creo lleva razón la corriente de pensamiento que resalta la inconveniencia de permitir la “martirización” y el efecto amplificador comunicacional. También coincido en cuanto postula que el camino en que hay que redoblar los esfuerzos es el de la educación. Estimo que la contradicción con la narrativa establecida u oficial debe tener por respuesta el reafirmarla. Insistir con las políticas de Memoria, Verdad y Justicia[16].

            Apunta Rafecas que otra estrategia a propiciar es presionar a las grandes corporaciones trasnacionales propietarias de las redes sociales masivas, por donde fluyen casi sin límites discursos de odio, para que establezcan criterios restrictivos y sanciones a usuarios responsables de estos comportamientos. Valga aclarar, de nuestra parte, que sobre esto hay numerosos antecedentes.

            En cuanto a la posible intervención penal razonable en este campo, coincidente con lo antes expuesto, Rafecas la encuentra en el caso en que quien profiere discursos negacionistas es un funcionario público —electo o designado—, en el ejercicio de sus funciones. La razón: resulta evidente e ineludible considerar afectadas las expectativas ciudadanas en el correcto desempeño de los servidores públicos y, por ende, sería perfectamente viable castigar a ese agente negador del terrorismo de Estado, con una pena de inhabilitación para ejercer la función pública[17].

            Cerrando, quisiera insistir en que se debe maximizar la paciencia y la tolerancia ante narrativas alternativas, paralelas y contradictorias. Si de verdad postulamos un derecho penal de mínima intervención debemos ser coherentes con esa idea, debemos propiciar la más amplia libertad de expresión y solo restringirla cuando se provoquen daños concretos, lo que sí será objeto de atención penal. Mientras tanto, la herramienta primordial es la educación y la memoria.

 



[1] El texto corresponde a la ponencia presentada en XXII Encuentro de la Asociación Argentina de Profesores de Derecho Penal, realizado en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de La Plata, los días 2 y 3 de noviembre de 2023, panel que integraron además la Profa. Nadia Espina y el Prof. Javier A. De Luca. Se ha mantenido el formato coloquial prescindiendo de la cita de todo el aparato dogmático, limitándome a  incluir algunas referencias bibliográficas mencionadas durante la exposición.

[2] Director del Área Departamental Penal de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Mar del Plata. Ex Presidente de la Asociación Argentina de Profesores de Derecho Penal.

[3] Me refiero al texto “Infocracia”, ed. Taurus, Bs.As., 2022.

[4] Puede profundizarse sobre esto en dos primeros capítulos de la obra del filósofo surcoreano antes individualizada (págs. 9/42).

[5] Byung-Chul Han, ya citado, págs. 9/11.

[6] Valga insistir, lo expuesto es una versión muy simplificada -en el marco de una ponencia acotada- de lo que expone Byung-Chul Han en la citada obra.

[7] En efecto, en causa “Denegri” señaló: “…esta libertad comprende el derecho de transmitir ideas, hechos y opiniones a través de internet, herramienta que se ha convertido en un gran foro público por las facilidades que brinda para acceder a información y para expresar datos, ideas y opiniones. Así ha sido reconocido por el legislador nacional al establecer en el artículo 1° de la ley 26.032 que “la búsqueda, recepción y difusión de información e ideas de toda índole, a través del servicio de Internet, se considera comprendido dentro de la garantía constitucional que ampara la libertad de expresión”…” (Considerando 8°, causa CIV 50016/2016/CS1, “Denegri, Natalia Ruth c/Google Inc. s/derechos personalísimos: Acciones relacionadas”, rta. el 28/06/2022). Agrega en el siguiente considerando (9°), que se refirió antes a la importancia de esta herramienta por su alcance global en los precedentes “Rodríguez, María Belén” (Fallos: 337:1174), “Gimbutas, Carolina Valeria” (Fallos: 340:1236) y “Paquez, José” (Fallos: 342:2187).

[8] Cf. causa “Denegri”, antes citada.

[9] Causa “Denegri”, considerando 23.

[10] Richter, en su trabajo titulado “El discurso del odio en clave penal – Un primer acercamiento”, pub. en la revista “En Letra: Derecho Penal”, UBA, Año VI, número 11, Bs.As., 2021, pág. 52.

[11] Las reglas agrupan las conclusiones y recomendaciones de varios talleres de expertos del ACNUDH, que se celebraron en Ginebra, Viena, Nairobi, Bangkok y Santiago de Chile. El Plan fue aprobado en la reunión de recapitulación que tuvo lugar en la capital de Marruecos, Rabat, los días 4 y 5 de octubre de 2012. Puede consultarse en https://www.ohchr.org/es/freedom-of-expression

[12]Cf. Emanuela Fronza, en su obra "El delito de negacionismo en Europa. Análisis comparado de la legislación y la jurisprudencia”, trad. por Juan Pablo Castillo Morales, prólogo de Daniel Pastor, ed. Hammurabi, Bs. As., 2018.

[13] Su texto: “El que públicamente instigare a cometer un delito determinado contra una persona o institución, será reprimido, por la sola instigación, con prisión de dos a seis años, según la gravedad del delito y las demás circunstancias establecidas en el artículo 41”.

[14] Su texto: “Será reprimido con prisión de un mes a un año, el que hiciere públicamente y por cualquier medio la apología de un delito o de un condenado por delito”.

[15] Richter, antes citada, pág. 61.

[16] Un par de semanas después del Encuentro en que se expuso esta ponencia, días antes del balotaje, la candidata a vicepresidenta por LLA, en nueva expresión de su mirada minimizadora de los delitos de lesa humanidad de la dictadura, ha declarado públicamente que el Sitio de la Memoria de la ESMA (declarado por la Unesco como Patrimonio de la Humanidad) podría ser destinado a actividades de mayor utilidad para la comunidad. Evidentemente, media incapacidad de captar o percibir que no hay una utilidad mayor que ser el “Museo Sitio de la Memoria ESMA”, que ser un espacio promotor y para la defensa de los derechos humanos. Justamente, no se trata de crear un espacio de recreación para olvidar, sino de mantener uno que preserve la memoria y contribuya con sus muestras y exposiciones a la educación en los valores democráticos.

[17] Rafecas, “Más vale educar que castigar”, artículo publicado en el semanario "El cohete a la Luna”, edición del domingo 5/11/2023, disponible en https://www.elcohetealaluna.com/mas-vale-educar-que-castigar/

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