La medida de seguridad
post-pena en casos de violencia de género
(a propósito de la propuesta
del proyecto de CP de 2019)
Sumario: 1. Introducción. 2.
La medida de seguimiento judicial post-pena. 3. La obligación de revisión
periódica. 4. Prevención especial positiva ¿después de la condena?. 5. Colofón.
1. Introducción
Dentro de las diversas
propuestas del proyecto de nuevo Código Penal ingresado para su consideración
al Congreso en marzo de 2019 hay diversas novedades en materia de violencia de
género, entre las que una (la del título) se ha radicado en la parte general y
me parece será singularmente controversial, además de carente de norma análoga
en el digesto sustantivo vigente. Se ha señalado como fuente a la regulación
del CP francés,
aunque Mariano H. Borinsky, en un trabajo conjunto con Juan I. Pascual, indica
que en análisis exhaustivo se consultó también a los códigos de España y
Alemania, además de tener en cuenta los estándares del Tribunal Europeo de
Derechos Humanos (TEDH).
Vale aclarar de inicio que la
medida incluida en el texto elaborado por la Comisión designada por decreto del
PEN 103/2017[4]
no ha sido prevista en forma exclusiva para los casos de violencia de género
(por ejemplo, también procedería respecto delitos graves como los homicidios
calificados, el abuso sexual agravado y otros delitos contra la integridad
sexual), pero sí que es posible adoptarla en todos los casos en que ésta se
declare verificada. Además, no debe soslayarse que es justamente “la
perspectiva de género” la que se invoca ejemplo de cambio de percepción social
con nuevas demandas al que debe adecuarse el código penal, lo que concreta el
referido proyecto con la propuesta que se comenta, reconociendo que “provoca una ruptura con nuestro paradigma
respecto de la imposibilidad de imponer una medida judicial con posterioridad
al agotamiento de una pena de prisión, pues extiende el tiempo de control
judicial luego de vencida la sanción”.
Sin ahondar en lo conceptual,
puede recordarse que, desde la perspectiva latinoamericana, nos provee la
inteligencia de qué se comprende dentro la “violencia de género” la específica
“Convención de Belem do Pará”
cuando indica que, a todos sus efectos, “…debe
entenderse por violencia contra la mujer cualquier acción o conducta, basada en
su género, que cause muerte, daño o sufrimiento físico, sexual o psicológico a
la mujer, tanto en el ámbito público como en el privado” (art. 1). A su
vez, el artículo 2 dice que: “Se
entenderá que violencia contra la mujer incluye la violencia física, sexual y
psicológica: a. que tenga lugar dentro de la familia o unidad doméstica o en
cualquier otra relación interpersonal, ya sea que el agresor comparta o haya
compartido el mismo domicilio que la mujer, y que comprende, entre otros,
violación, maltrato y abuso sexual; b. que tenga lugar en la comunidad y sea
perpetrada por cualquier persona y que comprende, entre otros, violación, abuso
sexual, tortura, trata de personas, prostitución forzada, secuestro y acoso
sexual en el lugar de trabajo, así como en instituciones educativas,
establecimientos de salud o cualquier otro lugar, y c. que sea perpetrada o
tolerada por el Estado o sus agentes, dondequiera que ocurra”.
En concordancia, cuando en
Argentina la Ley 26485
describe las distintas modalidades que puede asumir la violencia contra la
mujer menciona a la doméstica, junto a otras como la institucional, laboral,
contra la libertad reproductiva, obstétrica y mediática (cf. su art. 6). Dicho
instrumento, en su artículo 4, brinda la siguiente definición general: “Se entiende por violencia contra las
mujeres toda conducta, acción u omisión, que de manera directa o indirecta,
tanto en el ámbito público como en el privado, basada en una relación desigual
de poder, afecte su vida, libertad, dignidad, integridad física, psicológica,
sexual, económica o patrimonial, como así también su seguridad personal. Quedan
comprendidas las perpetradas desde el Estado o por sus agentes.
Se
considera violencia indirecta, a los efectos de la presente ley, toda conducta,
acción omisión, disposición, criterio o práctica discriminatoria que ponga a la
mujer en desventaja con respecto al varón”.
Sin perjuicio de la
definición normativa regional transcripta, como resalta Mariela E. Mellace, en
una aproximación de perspectiva doctrinaria básica, puede decirse que la
violencia de género constituye una transgresión a los derechos humanos y se
basa principalmente en una relación de desigualdad de poder que afecta, no sólo
la vida y la libertad, sino también la dignidad, integridad física,
psicológica, sexual, económica y patrimonial de niñas y mujeres[8].
Dejando de lado la
aproximación conceptual al universo de casos que la admitiría es dable resaltar
que, de alguna manera, pudiera entenderse que con esta medida los proyectistas
se acercan a un “enfoque comunitarista” en la justificación y construcción del
sistema penal. Como apunta José R. Agustina, atravesamos un debate doctrinal
sobre la revisión de las bases tradicionales, de corte liberal, que inspiraron
la configuración del derecho penal que nos viene desde el siglo XIX. Así, se
reclama un cierto aggiornamiento, una actualización que lo oriente no sólo
hacia el delincuente sino que mire también, de forma equilibrada, los intereses
de defensa de la comunidad. Entre otras cosas, advierte el nombrado que una
teorización del derecho penal desde postulados comunitaristas sustentaría
discursos en aspectos como la “justificación
de la peligrosidad”, dando base tanto a decisiones político-criminales que
supusieran un adelanto de las barreras de protección como para determinadas
medidas “ad hominem”, en las que la razón deriva de la peligrosidad social del
delincuente[9].
Éste último sería nuestro caso. Veamos.
La iniciativa consiste en una
medida de seguridad tendiente a la prevención de posible reiterancia de numerosos
delitos contra la vida y la integridad sexual a partir de “una asistencia periódica (revisable también de manera periódica) del
condenado que opere como mecanismo de prevención”.
Se trata del proyectado como nuevo art. 10, en tanto se fija la modalidad de
control en el art. 11. El texto de ambos dispositivos dice:
“ARTÍCULO 10.- En
los casos previstos por los artículos 80, 119, 120, 121, 122, 123, 124, 125,
126, 127, 128, 130 y en el Libro Tercero del presente Código o aquellos delitos
que hubieran sido calificados en la sentencia como constitutivos de violencia
de género, el tribunal podrá ordenar que con posterioridad al cumplimiento de
la pena impuesta, se disponga un seguimiento socio judicial al que el condenado
estará obligado a someterse, consistente en medidas de vigilancia y asistencia
destinadas a prevenir la comisión de nuevos delitos, por el período que se
deberá establecer en la sentencia y el que no podrá superar de DIEZ (10) años.
A tal fin, el tribunal podrá imponer, según las características del hecho por
el cual fuera condenado, el cumplimiento de UNA (1) o más de las siguientes
medidas:
1°) La obligación de estar siempre localizable mediante
dispositivos electrónicos que permitan su seguimiento permanente.
2°) La obligación de presentarse periódicamente en el lugar
que el órgano competente establezca.
3°) La obligación de comunicar inmediatamente, en el plazo
máximo y por el medio que el órgano competente señale a tal efecto, cada cambio
del lugar de residencia o del lugar o puesto de trabajo.
4°) La obligación de participar en programas formativos,
laborales, culturales, de educación sexual u otros similares.
5°) La obligación de seguir tratamiento médico o psicológico
externo, o de someterse a un control médico periódico.
6°) La prohibición de ausentarse del lugar donde resida o de
un determinado territorio sin autorización del órgano competente.
7°) La prohibición de aproximarse a la víctima, o a aquellos
de sus familiares u otras personas que determine el órgano competente.
8°) La prohibición de comunicarse con la víctima, o con
aquellos de sus familiares u otras personas que determine el órgano competente.
9°) La prohibición de acudir a determinados lugares o
establecimientos.
10) La prohibición de residir en determinados lugares o establecimientos.
11) La prohibición de desempeñar determinadas actividades que
puedan ofrecerle o facilitarle la ocasión para cometer hechos delictivos de
similar naturaleza”.
“ARTÍCULO 11.- El
órgano competente podrá revisar en todo momento la idoneidad de la medida de
seguimiento socio judicial o el logro de su finalidad.
La revisión será obligatoria, por primera vez, a más tardar,
en UN (1) año desde su disposición, y deberá ser reiterada cada SEIS (6) meses,
debiendo ser dejada sin efecto en caso de que existieran indicios serios de que
el condenado se encontrase en condiciones de ajustar su conducta a la
legalidad.
Para ello, deberán valorarse los informes emitidos por los
profesionales que asistiesen a la persona sometida a las medidas, las
evaluaciones del servicio penitenciario acerca de la situación y la evolución
del condenado, su grado de rehabilitación y el pronóstico de reiteración
delictiva.
El órgano judicial competente resolverá motivadamente a la
vista de la propuesta o los informes a los que respectivamente se refiere el
tercer párrafo, una vez oída a la propia persona sometida a la medida, así como
al MINISTERIO PÚBLICO FISCAL y las demás partes. En caso de solicitarlo, podrá
oírse a la víctima aunque no hubiera sido parte en el proceso”.
Pasaré en lo que sigue a concretar una
mirada, por cierto, crítica de la reciente propuesta que, puede adelantarse,
generó resistencia dentro de la propia comisión redactora.
2. La medida de seguimiento judicial
post-pena
Ha resaltado Daniel Álvarez
Doyle que, en la observación comparativa puede advertirse que el tratamiento
del “delincuente imputable peligroso”
o el “delincuente habitual de
criminalidad grave” viene concretándose bajo dos sistemas:
a) “monista”, en el que la
prevención/control de peligrosidad se procura por la intensificación o
exasperación de la pena, ya sea en clave cuantitiva (más cantidad de pena) o
cualitativa (sistema de ejecución muy riguroso);
b) “dualista”, donde el
combate a la peligrosidad de determinados sujetos se traduce en la acumulación
de medidas de seguridad a la pena.
Nuestro país se ha mantenido
dentro del primer modelo, siendo un ejemplo palmario la modificación de la Ley
24660 de Ejecución de la Pena Privativa de Libertad por la Ley 27375 en 2017
que excluye a determinados delitos del sistema de libertades progresivas. Pero
el proyecto de reforma mencionado, sin perjuicio de mantener tal perfil de
restricciones,
con la propuesta aludida nos estaría llevando directamente hacia el segundo.
Enfatiza el citado que este seguimiento socio judicial es una medida de
seguridad post-pena restrictiva de libertad cuya lógica, contenido y duración
es similar a la “libertad vigilada” del digesto punitivo español[12].
Esto, por supuesto, si se asume la clásica distinción entre penas y medidas ya
que desde la perspectiva que la niega,
todo aumento del recorte de ámbito de libertad será más “pena”.
No puede soslayarse que la
idea de incrementar la seguridad ciudadana en el caso de la excarcelación de
sujetos culpables de cometer delitos graves y cuya estancia en prisión no logró
erradicar su peligrosidad criminal, no sólo no es nueva sino que, como resalta
García Rivas, viene plasmando en distintos países europeos en los últimos
tiempos. Así, tanto en España como, antes, en Alemania con la “custodia de
seguridad” que tuviera una contundente desautorización por parte del Tribunal
Europeo de Derechos Humanos y condujo a su derogación por el Tribunal
Constitucional alemán. De allí que indica con acierto que “nos encontramos ante un instrumento político-criminal que pretende
responder a las demandas de seguridad ciudadana –aparentes o reales-, pero que
puede chocar con los pilares del Estado democrático de Derecho”[14].
En nuestro medio se ha pretendido justificar la medida de seguimiento diciendo
que si bien la Corte Interamericana de Derechos Humanos condena el uso de la
pena sobre la base de criterios de peligrosidad, por otro lado recomienda la
adopción de políticas de prevención que eviten la comisión de nuevos delitos y
este último es el objetivo perseguido por la propuesta.
Creo que, aun cuando asumo lo es de buena fe, se incurre en manifiesta
tergiversación del sentido de la doctrina de la CIDH. Si la premisa es la veda
de la pena sobre base peligrosista, naturalmente incluye a la proyección de
aquélla -aunque se le cambie el nombre- exorbitando su agotamiento. Claro que
hay que favorecer políticas generales preventivas del delito en la opinión de
la CIDH, sólo que dentro de ellas no debiera incluirse controles judiciales personalizados
post-pena con apoyo en prognosis de peligrosidad (posible reincidencia). Las
políticas preventivas generales no tienen por qué ser medidas de naturaleza
penal cuya ejecución esté a cargo de la judicatura. En mi modesta opinión, lo
contrario implica hacer caer en contradicción al Alto Tribunal internacional
forzando el sentido de su jurisprudencia. Formulada ésta mínima aproximación
general, veamos la norma antes transcripta.
Esta “medida de seguridad”
que puede facultativamente disponerse por el tribunal sentenciante dijimos será,
sin duda, controversial, ya que se la prevé como posterior al cumplimiento (agotamiento)
de la pena e implica una serie de restricciones significativas que solo
permiten concluir que no son otra cosa que una extensión de aquélla. Carolina
A. Vanella, sin sesgo crítico expreso en lo particular, apuntó que esta clase
de medidas viene a sustituir la pena accesoria por tiempo indeterminado, que
tuviera declaración de inconstitucionalidad por nuestro más Alto Tribunal.
En efecto, como destaca Leandro W. Arévalo, lo resuelto por la CSJN in re
“Gramajo”
se ha convertido “…en la partida de
defunción de la pena accesoria de reclusión por tiempo indeterminado, sea cual
fuere el monto de la sanción que se imponga como última condena y siempre que
intente ser fundamentada por vía del art. 52 del Código Penal”.
Me apresuro en resaltar que
la circunstancia de que sobre el extenso elenco de once (11) posibles recortes
de libertad podría imponerse eventualmente tan sólo uno –las reglas no son
acumulativas-, en nada modifica el problema conceptual que se denuncia. En todo
caso, cuanto más más amplia la selección y por más tiempo mantenida,
sencillamente quedará más expuesto su gravedad. De allí que pudiera aventurarse
como altamente probable que, de prosperar en los términos propuestos, la
normativa en estudio podría tener su propio “Gramajo”.
Vale la pena recordar que,
como ha señalado reiteradamente el TCE, la extensión de las garantías propias
de las penas a las medidas de seguridad es una exigencia derivada de que penas
y medidas de seguridad, no obstante sus distintos fundamentos (culpabilidad y
peligrosidad, respectivamente), son –como enfatiza Mercedes García Arán-
“materialmente” equivalentes en cuanto a los efectos limitadores de la libertad
de los individuos. Por eso, nos dice la nombrada, se trata del argumento de la
STC 23/1986 para impedir lo que se conoce desde antiguo como “fraude de etiquetas”: el incremento de
la sanción penal camuflado bajo la imposición de una medida de seguridad con el
pretexto de que se fundamenta en la culpabilidad[19].
Obsérvese: seguimiento o
geolocalización electrónica[20],
presentación periódica ante órgano competente, obligación de cambio de
domicilio o lugar de trabajo, de asistir a programas educativos, de seguir
tratamiento médico o psicológico externo o control médico periódico, necesidad
de autorización judicial para ausentarse de su domicilio, prohibición de
acercamiento o de comunicarse con la víctima y otras personas que se determine,
prohibición de concurrencia o de residir en determinados lugares o de
desempeñar determinadas actividades que se entienda pueden ofrecerle ocasión
para reiterar el delito. Todos estos recortes al ejercicio de la libertad luego
de haber cumplido la condena significan en los hechos una seria minoración de
aquélla.
Por si esto fuera poco, se ha
resaltado que la oportunidad para fijar la necesidad de seguimiento debe ser en
la propia sentencia condenatoria. Vela justifica el aserto diciendo que no
queda “margen para decidir su imposición
luego de ejecutada la pena ni durante el tratamiento penitenciario, lo cual es
acertado en función de los principios de certeza y de seguridad jurídica, pues
el condenado debe tener una definición categórica respecto de la extensión,
tanto en su comienzo como en su fin, de la afectación de sus libertades
personales con motivo del hecho de condena”. Aclara, renglón seguido que “Sin embargo, el hecho de que la oportunidad
para su imposición deba ser la sentencia pareciera indicar que se asume, en
algún grado, la insuficiencia del tratamiento penitenciario frente a ciertos
delitos o criminales”.
Concluye el razonamiento enfatizando que “…en
función del principio de máxima taxatividad de la ley penal, si la medida no
fue fijada en la sentencia, no podrá ser impuesta con posterioridad…”.
No puede pasarse por alto que, si va a ser así, luce como una suerte de
preocupación “garantista” sobre el momento de afirmación del pronóstico “peligrosista”,
de reclamo de respeto de la máxima taxatividad para aquello que carece casi en
lo absoluto de ella. O sea que el tribunal que impone la prolongada pena
correspondiente al delito grave, por ejemplo la de un femicidio, anticipa que
décadas después, cuando la cumpla, aún habrá la necesidad de seguirlo
monitoreando por hasta otra década porque permanecerá siendo “peligroso” pese a
la intervención estatal (no puedo evitar preguntarme desde la experiencia
operativa ¿Qué sería lo más conveniente?
¿Incluir las once medidas y dejar que por revisión se las limite luego? ¿Cómo
podría saber el tribunal antes las medidas apropiadas a cumplirse respecto de
la persona que será el condenado después de vivir la pena?).
En otras palabras, la
sentencia afirmará que pese a disponer de décadas de tratamiento rehabilitador
a su favor, el mismo Estado al que no le alcanzará, al que le será insuficiente
la actividad durante el encierro riguroso, logrará eficacia cuando la pena se
agote y llamemos a su prolongación de control “medidas de asistencia y
seguimiento”.
Cerrando este punto, insoslayable
remarcar que institutos vigentes que importan hoy el cumplimiento de condena en
su última etapa de devolución controlada al medio social, como la libertad
asistida y la libertad condicional, tienen menos limitaciones que las se
proyectan introducir por vía de éste artículo 10. La implantación de un sistema
de revisión de la “medida de seguridad” –verdadero “plus” de condena-,
realmente no cambia nada. Veamos.
3. La obligación de revisión
periódica
Conforme el art. 11 la idea
de la revisión periódica obligatoria (por primera vez antes del año de su
disposición y, luego, semestralmente) es que se verifique que el condenado está
en condiciones a ajustar su conducta a la legalidad ya que, si hubiere indicios
serios de ello, se dejarán sin efecto. Aún quien no fuere un operador jurídico
experimentado puede advertir la imprecisión de los presupuestos, tanta, como
las dificultades operativas de aplicación.
Desde esta perspectiva, basta
con resaltar que, no menos obvio, severas limitaciones al ejercicio de la
libertad luego de la pena con control judicial, del servicio penitenciario y
para cuyo impreciso supuesto de levantamiento puede oírse a la víctima, bajo la
etiqueta que quiera ponérsele, sin perjuicio de que se fije un plazo de
duración máximo de 10 años, luce con claridad como un retorno de la vieja idea
de la “pena indeterminada”[23].
En términos comparados puede
acotarse que en el CP español, cf. reforma por LO 01/2015, ya se prevé en su
art. 192[24]
para los ofensores de delitos sexuales la imposición de una medida de “libertad vigilada” a ejecutar con
posterioridad a la pena privativa de libertad. Al decir de García Arán, se
trataría de un caso que es más que un “acercamiento” entre medidas y penas, se
trata del pasaje a una legislación que so pretexto de complementariedad produce
su “acumulación”, lo que ha generado en España una amplia crítica doctrinal
(menciona así a Urruela Mora, Alonso Rimo, Acale Sánchez e incluso Sanz Morán,
quien no obstante admitir la intervención posterior al cumplimiento de la pena
expone su desacuerdo con la regulación citada). Por su parte, se expresa con
rotunda –y, de mi parte, compartida- contundencia: el acercamiento y coincidencia
de orientación y contenidos de penas y medidas “no es un argumento para acumularlas, sino más bien lo contrario:
habiéndose impuesto una pena proporcionada al hecho y la culpabilidad, la
añadidura de una medida con idéntica orientación es, de hecho, una prolongación
de la pena”[25].
Entre nosotros también se ha expresado en contra de la norma proyectada que se
comenta el citado Daniel Álvarez Doyle, postulando el rechazo de “todo tipo de intervención con posterioridad
al cumplimiento de la pena sustentado bajo el slogan de ‘prevención de la
peligrosidad’…”[26].
Algo más en tren de llamar a
las cosas por su nombre: puede advertirse que en el CP español, endurecido
notoriamente tras su modificación por LO 01/2015, en su art. 33 se clasifica a
las penas, según su naturaleza y duración, en graves, menos graves y leves. En
ese esquema, la privación del derecho a residir en determinados lugares o
acudir a ellos, es pena grave si dura más de 5 años (ap. 2.h), menos grave si
dura entre 6 meses y 5 años (ap. 3.g) o es pena leve si el tiempo es menor a 6
meses (ap. 4.d). Bajo idénticas premisas se califica a la prohibición de
aproximarse a la víctima o a aquellos de sus familiares u otras personas que
determine el juez o tribunal (aps. 2.i, 3.h, 4.e, respectivamente) y a la
prohibición de comunicarse con la víctima o con aquéllos de sus familiares u
otras personas que determine el juez o tribunal (aps. 2.j, 3.i. y 4.f). Es
decir, que las posibles medidas de seguridad del art. 10 incs. 7, 8 y 9 del
anteproyecto, que pueden durar hasta 10 años, en España son penas.
Por otra parte, en términos
operativos el “logro de la finalidad” del que habla el primer párrafo del art.
11 de la propuesta normativa que se comenta debe establecerse a partir de la
valoración de los informes emitidos por los profesionales que asistiesen a la
persona sometida a las medidas, las evaluaciones del servicio penitenciario
acerca de la situación y evolución del condenado, su grado de rehabilitación y
el pronóstico de reiteración delictiva (ídem, tercer párrafo).
Está claro que, por un lado,
sería necesaria la adaptación y ampliación de un aparato estatal de seguimiento
que, por conocidas restricciones presupuestarias, se vislumbra de difícil
logro. Al respecto, baste resaltar que sin el trabajo que generaría la nueva
“medida”, en la provincia de Buenos Aires, el “Patronato del Liberado” tiene
bajo su esfera de control más de 40.000 personas, encontrándose notoriamente
excedido en sus posibilidades operativas reales. Nada cambia si se trata de la
vida intra-muros. El complejo penitenciario “Batán”, que comprende a las
cárceles situadas en los departamentos judiciales de Mar del Plata y Dolores,
al momento en que esto se escribe tiene una población carcelaria de alrededor
de tres mil personas y cuenta para su atención especializada con apenas tres
psicólogos. No necesito extenderme sobre la calidad que pueden tener los
informes individuales en ése contexto. Por otro lado, es advertible que las
pautas mencionadas en el párrafo anterior no son nada demasiado distinto de los
“parámetros” que, en el caso del referido art. 52 del CP declarado
inconstitucional por la CSJN, debían permitir la suposición verosímil que el
egreso del condenado no constituiría un peligro para la sociedad. En otras
palabras, todo se apoyaría en un “pronóstico de peligrosidad” respecto del que
sobra experiencia en torno a sus dificultades de construcción aún en contextos
de disposición de medios técnicos que, por cierto, entre nosotros escasean.
Como enfatiza Débora E.
Lastau, las evaluaciones de las que depende la incorporación de un interno a
ámbitos de mayor autogestión intra o extra carcelaria son elaboradas por
operadores que dependen del mismo servicio penitenciario y su confección no es
controlada por ninguna institución ajena al servicio. Por eso se desconocen los
protocolos de actuación en que se basan y, como consecuencia, es muy grande el
poder de las juntas criminológicas sobre el acceso o no de un detenido al goce
de derechos que le acuerda la Ley de Ejecución de la Pena Privativa de Libertad.
Bien puede acompañarse su conclusión en torno a que la práctica de utilización
de tablas de riesgo de reincidencia sobre la base de indicadores como pueden
ser la escolaridad, el uso de drogas personal o por el entorno, la conformación
del núcleo familiar, el sexo, el origen étnico, etc., además de ineficiente, es
parte de un modelo de cárcel de incapacitación selectiva, que deshumaniza y
aleja del norte constitucional a la ejecución de la pena.
Puede agregarse, sin que sea
determinante, la percepción personal de que la conciencia de la endeble base
que sostiene el dictamen de la junta se expresa en la asunción a modo de
cobertura de la sistemática conclusión de inconveniencia aun en los casos en que
los escasos parámetros objetivos invocados la contradicen.
4. Prevención especial
positiva ¿después de la condena?
Volviendo al marco normativo
proyectado, la rehabilitación, el brindar las herramientas para que el
condenado ajuste su conducta a la legalidad, no son otra cosa que la plasmación
de la finalidad resocializadora de la pena y no puede soslayarse que, en
función de los delitos para los que se habilita la medida, la mayoría prevé
conminadas en abstracto graves escalas punitivas que, en muchos casos, traducen
en prolongados períodos de encierro riguroso y debiera ser durante ése tiempo,
el de duración de la prisión, que el Estado pusiera en ejercicio todo su poder
de intervención en beneficio de aquél objetivo. Sin embargo, esto último raramente
puede decirse que, más allá del enunciado formal, suceda. Nada inusual resulta
que luego de tener al condenado a disposición durante varios años, recién
cuando se acerca la posibilidad de tener que permitirle el acceso a una
modalidad de mayor autogestión o de retorno al medio social los encargados del
tratamiento recuerdan que debería el interno tenerlo. Es decir, se pierde el
tiempo hasta que se acerca la soltura o el relajamiento de la rigurosidad del
régimen y entonces se advierte que necesita terapia psicológica o psiquiátrica,
educación sexual, etc. Como consecuencia, suele ralentizarse la evolución de la
parte final del cumplimiento de la pena y cuando esta agota la tarea quedó
apenas comenzada y, por lo tanto, inconclusa.
En esta línea, puede agregarse
que dos de los miembros de la Comisión Redactora del anteproyecto, los Dres.
Patricia Ziffer y Fernando Córdoba, se apartaron expresamente de esta propuesta
no sólo por las dificultades prácticas para el efectivo control e
implementación del sistema sino porque se trata de la inserción de medidas
preventivas accesorias de pena ya cumplida “extremadamente
prolongadas”. De allí que sugirieran reformular el texto del art. 52
vigente siguiendo los requisitos acordes a los de la custodia de seguridad en
el modelo alemán y dentro de los límites en que dicha injerencia ha sido
admitida en el ámbito constitucional europeo. Ello, aclaran, bajo la
inteligencia de que el sistema sólo podría funcionar si las penas previstas en
la Parte Especial fueran considerablemente más bajas que las que se propone en
el proyecto mayoritario: es que si el nivel de penas es muy alto son estas
mismas las que están, de hecho, en condiciones funcionales de acotar cualquier
necesidad preventiva residual[30].
También resaltó su discrepancia
otra integrante de la Comisión, la Dra. Patricia Llerena,
quien funda su rechazo del “seguimiento socio judicial” y la “custodia de
seguridad” a implementar luego de cumplida la pena haciendo notar que están
dirigidas en muchos casos a delitos que, conforme la actual regulación de la
ley 27375, durante la ejecución de la pena no admiten la libertad condicional,
penas que por cierto deben ser adecuadas al principio de culpabilidad y
proporcionales (con cita a la CSJN, in re “Maldonado”).
Así, apunta la nombrada que “Con ello como norte, considero que las
medidas impuestas luego del agotamiento de la pena, no se basan en un derecho
penal de acto, sino en la peligrosidad del autor.
Las
medidas que se incluyen son restrictivas de derechos respecto de una persona
que, habiendo sido juzgada por lo que hizo, y como consecuencia de ello
habiendo sufrido efectivamente un reproche penal, sigue siendo sometida al
control –bajo distintas denominaciones– del Estado. Por ello, entiendo que a
través de estas medidas se pretende imponer a una persona conductas, hábitos,
restricciones a derechos por lo que esa persona es, y no por lo que hizo, ya
que para este último supuesto, ya cumplió la pena ponderada a partir de lo
establecido para cada delito y por los jueces sobre la base de las
circunstancias atenuantes y agravantes”.
Concordando con la
observación inicial de la Dra. Llerena, por entonces no publicada, me había
expedido en un trabajo previo donde apuntaba que no podía olvidarse que, además
de lo observado por Córdoba y Ziffer, el momento natural de devolución al medio
social en forma controlada, que serían el de la libertad asistida y la libertad
condicional, para la mayoría de los delitos graves incluidos en la propuesta están
vedadas, no se permite que los condenados accedan a tales etapas del
tratamiento (arg. cf. art. 14 vigente, incisos 1° y 2° y se mantendría en el
art. 14 proyectado, párrafos 2° y 3°). Entonces, una medida como la propuesta,
en última instancia, no hace más que reconocer la situación de hecho provocada
por una reforma de la Ley 24660 de claro corte punitivista y viene a extender
el control y seguimiento más allá de la condena imponiendo una suerte de “libertad condicional post-pena” ante la
imposibilidad de gozarla como parte de la pena.
Por decirlo de forma directa,
respondiendo al impulso o pulsión por mayor represión de determinados sectores
sociales, como respuesta “simbólica”, se negó la posibilidad de una fase del
tratamiento penitenciario a homicidas, violadores y otros autores de delitos
graves. Pero, más tarde que temprano (las escalas penales en juego son altas),
sus condenas se agotan y entonces se manifiesta evidente la necesidad de un
retorno controlado al medio libre. Entonces, trocando la lógica del castigo por
las premisas preventivo generales y especiales, bajo rótulo de “medidas de vigilancia y asistencia”, se
extiende la pena por hasta diez años bajo un régimen que no es otro que el de
una severa libertad condicional.
No se trata de ignorar la
gravedad ínsita tanto en el catálogo de figuras calificadas incluidas como, en
general, dentro de la problemática de la violencia de género, sino de advertir
que la habilitación de una pena poco determinada que se
legitimaría/justificaría en términos de excepción por aquélla, es posible anticipar
con la certeza que brinda el dato histórico en situaciones semejantes que es
una gota de aceite que, con seguridad, irá expandiéndose cual fina película que
cubrirá todo el contenido del vaso. Rápidamente habremos de encontrarnos con
que podrán identificarse otras situaciones graves merecedoras de seguimiento
post-penitenciario, la excepción transformará en regla y, finalmente, esta
suerte de pena indeterminada reinará en el sistema.
Por último, si la pena se
agotó, ¿qué pasará con quien no cumpla
con las reglas de esta suerte de libertad condicional sujeta a revisión
periódica?. Las normas mencionadas no lo dicen en forma expresa. El
destinatario de la medida no podría ser devuelto a prisión porque, justamente,
ya cumplió su término. No cumplirlas ¿sería
una desobediencia judicial (art. 239 CP vigente o 240 del proyectado)?.
Es decir, un camino posible sería pensar que importa un nuevo delito que
habilitaría privar de libertad sin importar cual fuere el quebrantamiento. ¿Cuántos quiebres y cuáles de las
prohibiciones serían suficientes?. En principio no debiera dar lo mismo
irse del lugar de residencia sin autorización que contactar o comunicarse con
la víctima. Esto, sin perjuicio de que puede darse un cierto solapamiento entre
reglas cuando, por ej., la primera es el sometimiento a geolocalización y otra
es presentarse periódicamente en un lugar. La imposición de ambas, que no es
improbable, provocaría una cierta superposición ya que si puede hacer un
seguimiento permanente del sujeto ¿para
qué después exijo que concurra a tribunales?. En sentido superador, bien
vale entender que la respuesta apropiada la encuentra Vela cuando señala que la
obligación de presentarse periódicamente es un modo de no frustrar la
implementación de las medidas de seguimiento cuando por la escasez de recursos
no se cuente con un equipo electrónico disponible.
Dando cierre al punto y
retomando interrogante previo, no puede perderse de vista que, si relacionamos
con lo que hoy es la libertad condicional, el artículo 15 vigente nos dice que
hay consecuencias diferentes según la gravedad de la infracción: mientras la
comisión de nuevo delito y la violación de la obligación de residencia
habilitan la revocación, las demás sólo implican que no se compute para el
término de la pena el tiempo transcurrido. En la propuesta del anteproyecto se
sigue similar lineamiento en su propio artículo 15. Pero, en concreto, con
relación a lo regulado en el art. 10, nada se dice. Los incumplimientos serían
objetivaciones de que el condenado no habría alcanzado el estándar de “sujeto que ajusta su conducta a legalidad”
y, por lo tanto, exteriorizarían la necesidad de la prolongación de la medida
hasta el máximo permitido de 10 años.
5. Colofón
La posible extensión temporal
y la probable intensidad del control que puede asumir la medida de seguridad
post-pena proyectada permiten concluir que, en realidad, sólo se trata de más
pena.
Dentro de un esquema de
ejecución de la prisión que niega a los condenados por delitos graves la última
etapa del tratamiento, vale decir, el retorno progresivo al medio social en
forma controlada (salidas transitorias, libertad asistida, etc.), termina provocando
la adopción de esta suerte de rigurosa “libertad condicional” luego de agotarse
la pena.
Así, lo que no se hace
durante la ejecución de la pena privativa de libertad se intenta hacerlo luego
de ésta. El sostén es la prognosis de peligrosidad (construida con endeble base
científica) ante el fracaso de un tratamiento que, en muchas ocasiones, nunca
se implementó como tal cuando debía serlo. El desajuste constitucional luce
manifiesto desde variados ángulos, empezando por la disposición de una medida de
seguridad respecto de un responsable penal al que se impuso y cumplió pena bajo
canon del principio de culpabilidad.
Pero estamos en la etapa de
discusión de la propuesta y de allí que haya tiempo para reformular todo esto
partiendo de sincerar que, si pudiere “removerse” las fuentes de estos delitos
graves y de la violencia de género, nunca sería la pena o su extensión una vez
formalmente cumplida la herramienta eficaz para lograrlo.