Violencia contra la
mujer. Reflexiones sobre el rol de la universidad[1]
Por María del Carmen
Ortega[2]
La contundencia de las
cifras de feminicidios nos coloca como sociedad en un espacio en el que no hay
lugar para posturas inocentes: somos una sociedad colonizada por la violencia
contra la mujer y, lo que es peor, inoculada con su naturalización. Es
imperativo entonces reflexionar acerca de nuestro rol individual, social e institucional en la contribución de su
profundización o de su eliminación como integrantes de la academia, como habitantes
de las aulas universitarias, en definitiva como operadores del derecho. En
palabras de Johan Galtung [3] y entendiendo la violencia
física, verbal, psicológica como la punta de un enorme iceberg cabe repensarnos
en el marco de la violencia cultural, es decir qué hacemos frente a las
vertientes de nuestra cultura que son usadas para legitimar la violencia y qué
nos lleva a percibirlas cargadas de razón y por tanto legitimadas,
psicológicamente interiorizadas, comunitariamente naturalizadas; qué nos impide
advertir que la violencia cultural es tan silenciosa como persistente porque
predica, incita, enseña, embota nuestras mentes al quedar plasmada la violencia
en costumbres, hábitos, en nuestra memoria colectiva y en nuestras normas.
Ya hace veinte años
Bourdieu nos advertía en La dominación
masculina acerca de la estructura patriarcal que presupone la asignación de
roles preestablecidos a mujeres y hombres, asignación que predetermina y
concreta las formas de vida y las concepciones del mundo en la
sociedad. Así la dominación masculina emerge como una forma
de violencia simbólica que se caracteriza por hacer legítima la desigualdad
entre ellos. Pero también agrega que esto no significa negar la posibilidad de
resistencia social y de creación simbólica. Se trataría entonces
de emprender un trabajo de transformación del mundo, un trabajo que puede
estar caracterizado por no reproducir los esquemas de dominación incorporados.
Este trabajo silencioso es capaz de promover una “deshistorización” de los
principios de diferenciación social relacionados con la dominación masculina[4]
Debemos
volcar nuestro análisis acerca de cómo desde sus propias estructuras las
instituciones y en particular las universidades generan en su vínculo con la
sociedad mecanismos tendientes a maximizar o no la violencia contra la mujer ya
que, como plantea Maturana[5] el
sistema educativo constituye una forma organizacional que facilitará o negará
el acceso a la igualdad. Vale decir, el diseño obedece a cuestiones económicas y
fundamentalmente ideológicas de la organización y no
podemos adentrarnos en esta temática sin antes destacar que sólo un pueblo educado en democracia
puede generar
instituciones democráticas. No es posible plantear seriamente la legitimidad y
sostén del Estado de
Derecho sin tomar como condición necesaria la educación de la ciudadanía para convertirla en
guardiana del cumplimiento
de sus derechos y garantías. Las
democracias modernas suponen la activa participación de la ciudadanía a fin de
que la legitimidad de las acciones de gobierno no recaiga únicamente en el acto
eleccionario sino que se fundamente primero, en una ciudadanía cívicamente
formada y educada, y luego necesariamente escuchada a través de los distintos
canales de comunicación que al efecto se delineen. Así, las
cuestiones relativas a la legitimidad sólo tienen sentido en la medida en que
existan posibilidades reales de una mejor y mayor participación.
Cuando
la palabra ‘currículo’ -plan de estudios- se aplica al contexto de la
educación, comprende todas las actividades que los y las estudiantes llevan a cabo,
especialmente aquellas que deben realizar para terminar su carrera, o sea el
camino que deben seguir. La mayoría de
las definiciones de plan de estudios se refieren a todo aquel aprendizaje que
ha sido planificado y dirigido por la institución educativa, tanto en grupos
como individualmente, fuera o dentro de la institución. Sin embargo, subyace un
plan de estudios oculto, paralelo al plan de estudios formal que incluye las
variables que tomamos en cuenta para nuestro diseño institucional y que supone
nuestra creencia acerca del modo, rol y características de aquellos a quienes
va dirigido: que aprender es aburrido o que es interesante; que aprender
significa saber algo, o que aprender significa resolver problemas;
que existe una única mirada o que existen muchas; que es necesario incluir la
diversidad o integrarla. De tal modo que la inclusión de estudios de género en
nuestros planes de estudios debe contar necesariamente con un presupuesto
integral por el cual el cuerpo estudiantil, docente y el personal
administrativo estén comprometidos con su enseñanza, defensa y ejercicio, es
decir más allá del dictado de una asignatura debe ser sostenido en cada
resolución y actividad con el que dictemos una o desarrollemos la otra.
Acorde
con la Prof. Barbara Daviet [6] –Université Paris
Descartes- la educación es un bien común, definición que le permite soltar el
anclaje en teorías económicas que distinguen bienes privados como Samuelson que formalizó matemáticamente (1954/1955) y públicos Musgrave (1941/1969), en tanto beneficia
no sólo a quien la recibe sino a muchas más personas que serán influidas por su
transformación educativa. Daviet
plantea, y cito: “…la
noción de la
educación como un
bien común para
trascender visiones utilitarias
y como vehículo
para concebir la
educación como una tarea colectiva desde una perspectiva humanista” Esta
postura coincide con un rol mucho más activo de las instituciones educativas en
general y de las universidades en particular dado que las coloca como motor de
cambio social para desestructurar el paradigma patriarcal Una de las formas
actuales de medición de calidad educativa es el grado de deserción de
estudiantes de las carreras de pre-grado o grado universitarias, es decir la
relación entre ingresantes y egresados por cohortes. Y es ésta una forma que
seguramente permitirá el diseño de espacios, recursos humanos, necesidades
presupuestarias, entre otras. Sin embargo, un semestre en una universidad tiene
un impacto social que generalmente se soslaya. La vida universitaria -fundamentalmente
en la universidad pública-, los conocimientos adquiridos, las preguntas con y
sin respuesta, la reflexión interna, influyen en quienes asisten a las aulas y
también en sus familias, trabajos y grupos sociales. Ésta visión cualitativa
implica la responsabilidad institucional en el caso de violencia contra las
mujeres y cualquier cuestión de géneros y derechos de minorías, respecto de
cada estudiante que está en el aula en clase de filosofía, economía o derecho
penal porque puede que no logre o quiera recibirse pero nos está dando la
chance de integrar para sí y para su comunidad nuestra posición frente a las mil y una veladas formas de
violencia que como sociedad hemos aceptado durante siglos.
Si entendemos la
cultura como comunicación, entonces estamos comunicando violencia en nuestros
discursos supuestamente no violentos. Si por ejemplo como nos enseña Maturana [7], la competencia que en sí misma constituye la
negación del otro, es nuestro incentivo más apto “para la superación y evolución del individuo” entonces nuestro
discurso social no propugna ni la tolerancia, ni la paz, ni la integración y
pasa a ser un sostén –ignorado, subyacente- de todo lo que decimos no desear. Cada
vez hay más mujeres en las aulas universitarias: estudiantes, docentes e
investigadoras, y también más integrantes de equipos de gestión en centros de
estudiantes, consejos a académicos, superiores y estructuras departamentales
que dan cuenta de un cambio que atraviesa todos los sectores sociales y se
repite en la administración de justicia, en el poder ejecutivo o
legislativo. No alcanza. La manipulación continúa si el acceso es
producto normativo -social o legal- de quienes diseñan cupos, puestas en escena
que respetan una cierta simetría o al menos una imagen que refleje una supuesta
mirada de género ya que de este perverso modo las mujeres son constantemente
llevadas a creer que el poder les es graciosamente concedido y entonces la
igualdad deviene en ilusión. Estamos dando un paso en el largo camino a la
igualdad. Como nos enseña la gran Rita Segato [8] las mujeres están auxiliando a los hombres en la percepción
real del mandato de masculinidad y en el reconocimiento de su propia necesidad
de construir otros modelos de masculinidad.
Si consideramos
con carácter general las 100 Reglas de
Brasilia, suscriptas en el 2008 por nuestro país entre otros, observamos que
éstas funcionan como principios dirigidos a las universidades y escuelas de
derecho acerca de cómo deben ser formados sus estudiantes a fin de actuar como
instrumento para la defensa efectiva de los derechos de las personas en
condición de vulnerabilidad ya que poca utilidad tiene que el Estado reconozca
formalmente un derecho si su titular no puede acceder de forma efectiva al
sistema de justicia para obtener la tutela de dicho derecho. Entiendo que más
allá de las historias personales y profesionales que nos han llevado a
gestionar instituciones sociales, especialmente educativas, con independencia
del género, tenemos que afianzarnos primeramente en la tarea de visibilizar la
violencia enquistada para luego generar desde las aulas, las actividades
de investigación y la extensión
universitaria promotores del cambio para instaurar y legitimar una cultura de
paz.
Como nos enseña la
gran Rita Segato las mujeres las
mujeres las que estamos auxiliando a los hombres para percibir cuánto daño les
hace el mandato de masculinidad y cuánto les puede interesar a ellos construir
nuevos modelos de masculinidad
[1]
El texto facilitado por la autora tiene una primera publicación original en el
Suplemento de la Revista La Ley del día 10/3/2020.
[2]
Decana de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Mar del Plata
[3] Galtung, Johan – “A Theory of
Conflict Overcoming Direct Violence”, Trascend University Press, 2010
[4]
Bourdieu, Pierre – “La dominación masculina”. Anagrama, Buenos Aires,
2000
[6]
Daviet, Barbara – “Investigación y
prospectiva en educación: contribuciones temáticas”, UNESCO Biblioteca Digital,
2016
[8]
Segato, Rita – “Las estructuras elementales de la violencia”, Prometeo, 2012
(entre otras obras)
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