LOS CIEN AÑOS DEL CÓDIGO
PENAL ARGENTINO
por Marcelo A. Riquert
Nos acercamos rápidamente el centenario de regencia del Código Penal de la
Nación, ya que habiéndose sancionado la Ley 11179 durante presidencia de
Hipólito Yrigoyen, sobre fines de octubre de 1921, entró en vigencia seis meses
después, el 29 de abril de 1922, conforme previó el original art. 303, hoy
renumerado como art. 314. Derogó varias leyes en forma específica (las N° 49,
1920, 3335, 3900, 3972, 4189, 7029, 9077 y 9143) y, asimismo, en forma
genérica, todas las leyes penales opuestas a lo preceptuado en el Código[1].
Si bien poco queda de su texto original luego de haber sido modificado
alrededor de mil veces en estos cien años[2],
como dijo Andrés D’Alessio (en ocasión de celebrarse sus 75 años de vigencia
con un inolvidable y multitudinario Congreso celebrado en la Universidad de
Buenos Aires), “nuestro Código Penal de
1922 es un verdadero fenómeno de supervivencia. Lo fue desde su nacimiento y lo
sigue siendo”[3].
Para fundar el aserto, el recordado magistrado y profesor de la UBA, memoraba
que el Código había nacido a contramano de la moda en boga por aquellos
momentos, que era la del positivismo criminológico, que concebía al hombre como
un esclavo de sus condicionamientos. En cambio, el texto sancionado, inspirado
en el proyecto de Rodolfo Moreno de 1917, que a su vez se basó en los Proyectos
de 1891[4]
y de 1906[5],
tenía raíces en la mejor tradición europea (Feuerbach, Carrara, la Escuela de
Política Criminal) y creía en un hombre siempre libre y, por lo tanto,
susceptible de penas proporcionadas al reproche personal merecido por el acto
disvalioso (de allí la distinción entre imputables e inimputables que,
incapaces de sobreponerse a los condicionamientos, hallaban por respuesta las
medidas de seguridad).
Mucho antes, en similares términos se había expedido una figura capital del
penalismo nacional como fue Ricardo C. Núñez, quien resaltaba que el Código
estaba muy lejos de haber sido producto de la improvisación, siendo el fruto de
una larga preocupación legislativa que, en lo que atañe a la estructura,
dirección científica y técnica, tomó su dirección fundamental a partir del
proyecto de 1891 y “adoptó una actitud
científica prudente al no ceder al fuerte empuje del positivismo que entonces
dominaba nuestras cátedras de Derecho Penal. El legislador mantuvo el principio
de la responsabilidad moral del delincuente, fundada en la conciencia y
voluntad del hecho”[6].
Aquella línea doctrinaria que el Prof. Joaquín P. Da Rocha sintetizó como “Feuerbach-Tejedor-Rivarola-Herrera-Moreno”
configuró una tradición político-legislativa altamente positiva que resistió
los intentos de cambio total “y por algo
no sirvió a las dictaduras militares desde los años sesenta, que debieron
reformarlo para adecuarlo a sus criterios autoritarios, creando delitos y
aumentando las penas”[7].
Retomando aquella divergencia inicial con la moda académica[8],
por ella, durante las casi dos décadas siguientes a su sanción, fue objeto de
ataques que concretaron en los proyectos de “estado peligroso” pre y post
delictual (así, primero, los de 1924, 1926, 1928 y 1930 y, luego, singularmente
el Proyecto de 1937 de Jorge E. Coll y Eusebio Gómez o el de 1941 de José Peco),
sin que lograran prosperar. Con el decaimiento del positivismo a inicios de
1940, los embates no cesaron, sino que, sencillamente, llegaron desde otros
ángulos. En 1997 D’Alessio sintetizaba aludiendo a los ataques que perpetran
quienes pretenden que el Código Penal sea de tal eficacia que conduzca a la
prevención absoluta del crimen, los que reclaman una reforma del sistema de
delitos y penas cada vez que un hecho golpea la sensibilidad de la opinión
pública[9].
Es claro, veinticinco años después nada ha cambiado, sino que, en todo caso, se
ha potenciado.
Los sucesivos intentos recientes de lograr que el Código retome en versión
actualizada sus notas sistemáticas originales, la coherencia interna, la
proporcionalidad de sus sanciones (así, los Anteproyectos de reforma integral
de 2006 y 2014) o de consagrar un nuevo Código (Proyecto de 2019), han
fracasado: los primeros ni siquiera fueron presentados al Congreso, el último
llegó a tener estado parlamentario, pero sin tratamiento. No es un problema
menor porque bien apunta el Prof. Daniel R. Pastor, convivimos hoy con una
amplia legislación penal dispersa y desarmonizada, se ha vivido un proceso de
descodificación que alteró el equilibrio y la proporcionalidad que deben tener
las disposiciones represivas y, con ello, se afectó la sistematicidad
normativa, que lejos de constituir un adorno intelectual, cuando hablamos de
leyes penales “es la garantía de
efectividad de los principios de legalidad y culpabilidad (seguridad y
previsibilidad), que constituyen el corazón del derecho penal liberal”[10].
Aquel fracaso tiene variadas razones entre las que brilla centralmente
aquella corriente identificada por D’Alessio que, privilegiando la eficacia
sobre las garantías, postula una suerte de olvido del baremo constitucional. La
gravedad de este pedido de apartamiento se advierte cuando se recuerda que, al
fin y al cabo, el Código Penal “es un
apéndice de la Constitución”, lo que enfatiza el maestro Zaffaroni diciendo
que “Por magnífica que sea una
Constitución, no se concibe la República ni el Estado de Derecho sin Código Penal,
que en definitiva es la carta que completa las garantías constitucionales”[11].
Entre los intentos de olvido constitucional se concretó un fenómeno
inflacionario, expansivo de la legislación penal de la mano de la multiplicación
de discursos emergenciales[12],
tributarios de una mirada neopunitivista, que ofrece un renovado convencimiento
o fe en que el Estado solucionará los más diversos conflictos sociales por
medio de las sanciones penales .Uno de singular intensidad fue
denominado por esa enorme figura del penalismo (no sólo nacional) que fue el
Prof. Julio B.J. Maier como el “Blumbergstrafrecht”, movimiento popular para
combatir la “inseguridad” que amenazó con interrumpir y finalizar con más de
dos siglos de trabajo humanitario universal en nuestro país sobre esta materia
jurídica[13]. El
“choque” con este populismo punitivista (que apelando al “sentido común” con
evidente desprecio de los datos duros y el conocimiento de los especialistas),
averió seriamente al Código con una veintena de modificaciones que acentuaron
aquellos defectos propios de los sucesivos “parches” realizados con pérdida de
la noción de conjunto.
Más allá de toda el agua corrida
en este siglo, cuyo detalle exigiría un estudio de largo aliento, creo
importante resaltar que, al decir de Zaffaroni, estamos en presencia de un
texto que posee extrema sobriedad, que
no cae en definiciones y, por ello, no ha tenido nunca pretensión de introducir
conceptualizaciones propias de un manual o tratado. De allí que, a partir de
tal sobriedad, permitió se concretara un significativo trabajo dogmático bajo
diversa impronta: desde el sistema Von Lizt-Beling, el causalismo valorativo de
Mezger, el finalismo de Welzel o el actual debate entre diversos modelos
funcionalistas[14].
Esta idea central, así como el uso de un lenguaje más llano y accesible, se
mantuvo en el frustrado Anteproyecto de 2014[15].
El Código ha cumplido cien años,
no es ni podría ser aquel de 1921, pero el que es, lejos está de haber
conservado las notas esenciales básicas de la codificación por la literal
multiplicidad de parches sufridos. Vuelvo con Pastor, quien afirma con razón
que “La legislación penal está
completamente desquiciada. Sólo de un modo irónico es posible hablar de orden
jurídico penal”[16]. Luigi Ferrajoli sintetizaba magistralmente
el estado de situación actual al presentar el Anteproyecto de 2006 diciendo que
atravesamos “una crisis tanto de
eficiencia como de garantías”, efecto de dos expansiones patológicas del
derecho penal: la inflación legislativa (que deriva en un “derecho penal
máximo” que crece fuera de todo diseño racional) y la de encarcelamiento (aún
más grave, indiferente a las causas estructurales del delito, con descuido de
las garantías y preocupada en alimentar miedos y humores represivos presentes
en la sociedad)[17].
Sobre la dimensión que ha alcanzado esta última, baste mirar la progresión de
la cantidad de personas privadas de libertad, cuyo crecimiento ha sido
muchísimo mayor que el correspondería en forma directa por el aumento
poblacional. Las dificultades para ofrecer una adecuada respuesta judicial
podrían sintetizarse en la aún inconclusa ejecución de la sentencia de ese
“leading case” de habeas corpus colectivo que fue el caso “Verbitsky”, respecto
de la situación carcelaria de la provincia de Buenos Aires. Han pasado 17 años
y, lejos de acercarnos a cumplir con dicha sentencia, podríamos decir sin temor
a errar que cada día estamos más lejos (a comienzos de milenio, la provincia
tenía menos de 15.000 presos, en 2005 –cuando se resuelve “Verbitsky”- eran poco
más de 30.000, hoy día, a inicios de 2022, ya son alrededor de 52.000). La
elocuencia del número exime de mayores comentarios y no debe perderse de vista
que un porcentaje significamente alto de estas personas privadas de libertad
carece de sentencia firme).
Vuelvo al Código. Es clara e
indudable entonces la necesidad de su actualización recuperando sistematicidad,
armonía, proporcionalidad e incorporando las tipicidades que la sociedad del
nuevo milenio, con sus profundos cambios, reclama (entre tantas otras, baste la
mención de la necesaria inclusión de perspectiva de género y también de
diversidad cultural, como en el caso de los pueblos originarios o los migrantes).
Mientras tanto, tanto desde la academia como la judicatura, hemos de procurar
mantener una lectura de su texto actual compatible con el marco constitucional.
No hay otro camino. Si bien, como enseña Nicolás García Rivas, pueden
advertirse divergencias en cuanto al grado de penetración/incidencia de la
norma fundamental en nuestra disciplina (por una influencia “débil” parece
decantar la doctrina alemana, por una imbricación absoluta –un verdadero
“programa penal de la Constitución”- la doctrina española e italiana), no puede
soslayarse la coincidencia con Bustos Ramírez y Hormazábal Malareé cuando
señalaban que “la historia del Derecho
Penal es la historia del Estado y puesto que en la Constitución hallamos el
instrumento normativo que define y legitima sus mecanismos de poder, cabe
colegir sin demasiada dificultad su influencia en nuestro sistema punitivo”[18].
Berdugo, Arroyo, Ferré, Serrano y el propio García Rivas, hablando justamente
del “programa penal de la Constitución” y un “derecho penal constitucional”,
apuntan que es necesario examinar detenidamente la Constitución para extraer de
su tenor literal, de los principios generales que consagra y de su espíritu,
este “programa penal”, que se entiende como un conjunto de postulados
político-jurídicos y político-criminales, que constituye el marco normativo en
el seno del cual el legislador penal puede y debe tomar sus decisiones y en el
que el juez ha de inspirarse para interpretar las normas que le corresponde
aplicar. Más allá de ese programa, los principios generales y determinados
preceptos de la Constitución (como los que consagran derechos fundamentales),
configuran el llamado “derecho penal constitucional”[19].
En nuestro medio, en línea con
aquella imbricación absoluta, por décadas Zaffaroni ha predicado no sólo que
toda ley penal manifiesta debe adecuarse a la ley constitucional, que es la ley
suprema de la Nación (art. 31 de la propia Constitución), de lo que se deduce
que el derecho penal mantiene una relación de subordinación con el
constitucional, sino que, cuando se advierte que no ha de confundirse la ley
penal con el derecho penal y nos referimos al “saber jurídico penal”, a este le
es imprescindible integrar a su conocimiento el “saber del derecho
constitucional” que interese a la habilitación o limitación del ejercicio del
poder punitivo[20].
También lo resalta Daniel Rafecas,
en su más reciente obra, diciendo que el punto de partida para delimitar
nuestro campo de conocimiento es la Constitución Nacional: “todo el andamiaje teórico del Derecho Penal proviene del Derecho
Constitucional. Esta es una gran verdad, que muchas veces los penalistas no
estamos dispuestos a reconocer: se trata de admitir que todo nuestro saber,
todas nuestras refinadas teorías, no son otra cosa que un elaborado desagregado
de materia constitucional, destinado a contener y racionalizar el ejercicio del
monopolio de la violencia por parte
del Estado, es decir, del poder punitivo estatal, canalizado a través del sistema penal”[21].
Celebramos entonces el centenario
del Código reconociendo sus originarias y parcialmente subsistentes bondades,
así como la necesidad de someterlo a una profunda actualización que
reconstituya las perdidas y lo adecue a los cambios tanto sociales como
tecnológicos (por ejemplo, las implicancias de la inteligencia artificial (IA)
en el campo punitivo). La historia reciente nos demuestra la dificultad de la
clase política para afrontar con éxito esa tarea de la mayor importancia para
la reafirmación del estado de derecho. En el tránsito hasta que esto se
concrete, queda sencillamente el llamado a seguir utilizando la secular
herramienta renovando esfuerzos para encontrar lecturas e interpretaciones de
sus “parches” en clave constitucional.
[1]
Cf. Luis M. Bonetto, en “Lección 4:
Derecho Penal y Constitución”, pub. en AAVV “Derecho Penal Parte General.
Libro de Estudio”, Carlos J. Lascano (h) director, ed. Advocatus, Córdoba,
2002, pág. 130.
[2]
Roberto M. Carlés recuerda que el Código ha sido “destruido e implosionado por un doble proceso de descodificación,
tanto externa como interna”, la primera porque se hay más de 400 leyes
penales especiales y de otras materias que incluyen disposiciones punitivas y
la segunda por las más de 900 reformas que el propio código sufrió en sus, por
entonces, 93 años de vida (en su “Presentación
de la obra”, en AAVV “Anteproyecto de Código Penal de la Nación. Aportes
para un debate necesario”, E.R. Zaffaroni-R.M. Carlés directores, M. Bailone
coordinador, ed. La Ley, Bs.As., 2014, pág. XIII).
[3]
D’Alessio, en su “Prólogo” a la obra de AAVV “Teorías
actuales en el Derecho Penal. 75° aniversario del Código Penal”, ed. Ad-Hoc,
Bs.As., 1998, pág. 23.
[4]
Producto de la Comisión integrada en 1990 por Rodolfo Rivarola, Norberto Piñero
y José Nicolás Matienzo, que lejos de presentar un plan de reformas al CP de
1886 (Ley 1920), concretó directamente un nuevo proyecto precedido de una
amplia exposición de motivos (cf. Sebastián Soler, “Derecho Penal Argentino”, ed. TEA, Bs.As., Tomo 1, 1963, pág.
115).
[5]
Realizado por la Comisión que fuera designada en 1904 e integrada por Francisco
Beazley, Cornelio Moyano Gacitúa, Norberto Piñero, Rodolfo Rivarola, José María
Ramos Mejía y Diego Saavedra. Presentado en 1906 estuvo largo tiempo sin
consideración legislativa, hasta que el por entonces diputado nacional, Dr.
Rodolfo Moreno, encaró la reforma sobre su base teniendo en cuenta las
opiniones de Julio Herrera, Octavio González Roura y Juan P. Ramos, formulando
su despacho en 1917 (cf. Soler, ya citado, pág. 116).
[6]
Núñez, en su “Derecho Penal Argentino.
Parte General – I”, Editorial Bibliográfica Argentina, Bs.As., 1959, pág.
83.
[7]
Da Rocha, en su “Prefacio” a la obra de AAVV “Teorías actuales en el Derecho Penal.
75° aniversario del Código Penal”, ed. Ad-Hoc, Bs.As., 1998, pág. 27.
[8]
Soler agrega la incidencia de la aparición casi simultánea del Proyecto Ferri
de 1921 en Italia y las ideas difundidas por Luis Jiménez de Asúa acerca del
“estado peligroso”, como motores de un movimiento contra el Código de 1921 (ya
citado, pág. 117).
[9]
Ob.cit., pág. 24.
[10]
Pastor, en su trabajo “La recodificación
penal en marcha una iniciativa ideal para la racionalización legislativa”,
pub. en AAVV “Anteproyecto de Código Penal de la Nación. Aportes para un debate
necesario”, E.R. Zaffaroni-R.M. Carlés directores, M. Bailone coordinador, ed.
La Ley, Bs.As., 2014, págs. 3/4.
[11]
Zaffaroni, en su trabajo “Presentación. Trascendencia histórica del
Código Penal 1921/1922”, pub. AAVV “Teorías actuales en el Derecho Penal.
75° aniversario del Código Penal”, ed. Ad-Hoc, Bs.As., 1998, pág. 31.
[12]
Como en su momento refirió el Prof. Guillermo J. Fierro, “la creciente legislación penal encuentra su causa profunda en el
desconocimiento que generalmente padece el legislador acerca de las
limitaciones que tiene el Derecho en general, y el Derecho Penal en particular,
y en virtud de ese desconocimiento es que se generan las expectativas infundadas
que se depositan en ellos. La multiplicación legislativa y su correlativa
penalización, reduce un sistema jurídico al absurdo, porque al exigir de él lo
que no puede dar, ello nos dirige a un camino equivocado que termina en
impotente crueldad y en su desprestigio como instrumento insustituible de la
convivencia humana” (en su trabajo “La
creciente legislación penal y los discursos de emergencia”, pub. en AAVV “Teorías actuales en el Derecho
Penal. 75° aniversario del Código Penal”, ed. Ad-Hoc, Bs.As., 1998, pág. 627).
[13]
Maier, en su editorial “Blumbergstrafrecht”,
pub. en la revista “Nueva Doctrina Penal”, editores del Puerto, Bs.As., tomo
2004/B, pág. I.
[14]
Cf. Zaffaroni, antes citado, pág. 43.
[15]
Cf. Carlés, ya citado, pág. XIV.
[16]
Ob.cit., pág. 4.
[17]
Ferrajoli, en su “Presentación” al “Anteproyecto de Ley
de Reforma y Actualización Integral del Código Penal Argentino”, Ediar/AAPDP,
Bs.As., 2007, págs. 11 y 13. Con minucioso detalle recordaba en ese momento que
el CPA había hasta entonces sido modificado en 878 veces, de las que 137 habían
sido en la parte general y las restantes 741 en la parte especial (pág. 12).
[18]
García Rivas, en su obra “El poder
punitivo en el estado democrático”, ediciones de la UCLM, Colección
“Estudios”, N° 31, Cuenca, España, 1996, pág. 43.
[19]
Cf. Berdugo Gómez de la Torre,
Arroyo Zapatero, García Rivas, Ferré Olivé y Serrano Piedecasa, “Lecciones de Derecho Penal. Parte General”,
ed. Praxis, 2° edición, Barcelona, 1999, págs. 40/41.
[20]
Recientemente ha reiterado esta idea
en su obra “Lineamientos de Derecho
Penal”, Ediar, Bs.As., 2020, pág. 77, parág. 89.
[21]
Rafecas, en su obra “Derecho Penal sobre
bases constitucionales”, ediciones Didot, Bs.As., 2021, págs. 31/33.
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