martes, 13 de noviembre de 2007

DOCTRINA. TEORÍA DE LA PENA. RIQUERT.


“Algo más sobre la Teoría de la Pena a propósito de la reforma constitucional”*

por Marcelo Alfredo Riquert
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Sumario:
I. Introducción. II. Presupuestos iniciales. III. Los mandatos constitucionales expresos. IV. Una herramienta de apoyo hermenéutico: la experiencia foránea frente a cuadros normativos análogos. V. Contradicciones y posibles respuestas en el plexo normativo vigente. VI. Colofón.

“...el discurso sobre el sentido y fin de la pena no es un negocio que estaría concluido,
si hubiéramos encontrado de una vez por todas la respuesta “correcta”,
sino una de aquellas tareas para la cual nunca podrá haber una solución definitiva”
(Günther Stratenwerth[1])

I. Introducción.
La todavía reciente reforma constitucional de 1994, además de la obvia trascendencia institucional que en sí mismo importa el solo hecho de modificar nuestra norma fundamental, ha provocado en el mundo académico vinculado al derecho penal sustantivo y adjetivo un significativo proceso de análisis sobre sus repercusiones concretas en la materia. Ello, sin dudas, ha sido potenciado por la aparición a nivel normativo infraconstitucional de numerosas leyes producto o consecuencia de la reforma.-
De todos modos, si ello fuera posible, lejos se está aún de siquiera acercarnos a agotar la tarea. La reforma constitucional, en cuanto a su extensión, no provoca demasiado impacto si se la mide en términos de cantidad de articulado nuevo o modificado, pero tal parámetro de medida es equívoco. Concediendo que en “cantidad” ha permanecido inalterada una gran porción del texto histórico, en “calidad” (para el caso, “contenido”) no puede sostenerse igual afirmación. Esto ha sido destacado por el maestro Néstor Pedro Sagüés, quien señaló que el texto reformado ha incrementado el articulado cuantitativamente en un treinta y tres por ciento (33 %), pero en orden a la extensión de los artículos, los nuevos son mucho más largos y han abandonado la redacción breve y concisa que caracterizó a los de la Constitución 1853-1860, por lo que la reformada ha crecido en cerca de un setenta por ciento (70 %)[2].-
Debe además considerarse que en lo referente a la rama punitiva del ordenamiento jurídico tiene especial relevancia la jerarquización constitucional que se acordara al sistema internacional tutelar de los derechos humanos por vía del art. 75 inc. 22 de la Constitución Nacional, sistema que proyecta su marco de garantías individuales en lo atinente al derecho penal material y también formal, conforme se advirtiera de inicio. En este ensayo se concentrará la atención en la influencia de la reforma en el primer aspecto, pero no integralmente sino ceñido a un solo tema, pero ciertamente trascendente, la teoría de pena[3]. Sintéticamente se procurará responder a la pregunta: ¿se puede sostener que alguna de las teorías de la pena ha merecido consagración constitucional como consecuencia de la reforma? y, si la respuesta es afirmativa, ¿cuál es tal modelo de pena consagrado constitucionalmente?.-
Ya se aclaró en nota al pié que estos interrogantes han tenido nuestra respuesta en trabajos previos. Asumiendo que es posible que sea parcial o totalmente objetable, no me apartaré aquí de ella en la inteligencia de su validez, al menos, como fértil base para el disenso y la discusión sobre la cuestión. A la vez, procuraré no caer en la mera reiteración de lo ya dicho y, con la brevedad que el caso impone, se tratará de reformular y ahondar aquéllas conclusiones.-
A tal efecto serán sintéticamente enunciados los postulados teóricos de que parten, evitando el desarrollo de todas las discusiones que los rodean, es decir, limitándonos a la toma de posición personal al respecto. Sentado ello, se ingresará directamente a la consideración del objeto de tratamiento propuesto. Aunque pudiera ser una aclaración innecesaria, éste no es un tema que nos sumerja en la pura abstracción sino que, volviendo a Stratenwerth, debe abordarse con el convencimiento de que “la teoría de la pena aún puede aportar aquello para lo cual estuvo destinada principalmente desde siempre: proporcionar a la vez, con la reflexión sobre la legitimación de la pena pública, un parámetro crítico según el cual se pueda medir la realidad”[4].-

II. Presupuestos iniciales.
Las bases sobre las que se asientan nuestras conclusiones son las siguientes:
II.a. Los interrogantes planteados conectan directamente con las denominadas "exigencias constitucionales" de la punición, es decir, con los requerimientos establecidos a nivel constitucional para la actuación penal. En definitiva, nos lleva a analizarlos a la luz de las más importantes relaciones que guarda el Derecho Penal con cualquier otra rama del ordenamiento jurídico en general, que son las que lo vinculan con el Derecho Constitucional en cuanto es el que abarca los principios fundamentales del Estado y del Derecho. Puede afirmarse sin dudas que el singular perfil que para la organización de la Nación sea delineado por la Constitución Nacional deberá ser interpretado y trasladado a la rama punitiva del ordenamiento jurídico, o sea, al Derecho Penal. En consecuencia, el Derecho Penal Argentino debe necesariamente adaptarse a los principios que emanan del Derecho Constitucional Argentino[5].-
II.b. Naturalmente, lo afirmado comprende a la cuestión propuesta. En tal sentido señala atinadamente Santiago Mir Puig que la función de la pena constituye un tema inevitablemente valorativo, opinable y sustraído a la posibilidad de una respuesta independiente del punto de vista que se adopte ante la cuestión de la función a atribuir al Estado. De allí que la primera condición para resolver el problema es reconocer abiertamente la vinculación axiológica expresada entre la función de la pena y la función del Estado. Así, recuerda que el art. 1.1 de la Constitución española declara que “España se constituye en un Estado social y democrático de derecho...”, lo que supone la constitucionalización de su modelo de Estado y, en consecuencia, la decisión político-criminal básica, la de qué función se atribuye a la pena, no sólo puede entenderse adoptada por leyes ordinarias, sino obligada por la norma constitucional mencionada[6]. En nuestro caso, la elección se concreta en el art. 1° de la C.N., al adoptar para nuestro gobierno la forma representativa republicana federal.-
II.c. De conformidad con lo anticipado en la introducción, el texto constitucional reformado impone otra relación del Derecho Penal a estudiar con particular detenimiento: la que lo une a los Derechos Humanos. Al respecto, y vinculado con el tema en análisis, ha indicado recientemente Zaffaroni que si bien la incorporación de nuestro país al derecho internacional de los Derechos Humanos lo fue en la década pasada, es recién a partir de la reforma constitucional de 1994 que previsiones como la de la fracción tercera del art. 10 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y la fracción sexta del art. 5 de la Convención Interamericana de Derechos Humanos, son ahora letra de la Constitución Nacional y, por lo tanto, se requiere una elaboración jurídica que precise su sentido y alcance como derecho vigente[7].-
II.d. Tales relaciones entre Constitución, Derechos Humanos y Derecho Penal se enmarcan a su vez desde un punto de vista general en un fenómeno mucho más extenso y general, que no es otro que el tema de la “fuerza normativa” de la Constitución, que como enseña Sagüés, se vincula con el vigor jurídico y sociológico que puede tener la “constitución jurídica” frente a la realidad. Se trata, en definitiva, de su aptitud para disciplinar la vida política y el comportamiento global de una sociedad, de su “vigencia” en términos de realidad y no de su mera vigencia “formal” que se da por sobreentendida. Afirma el reconocido constitucionalista que para inquirir sobre la auténtica “fuerza normativa” de una Constitución, es necesario zambullirse en la realidad, auscultar el mérito de las normas en juego, evaluar su razonabilidad y factibilidad, y tener conciencia de la necesidad de actuar para traducir la vigencia formal en vigencia real de la Constitución. La “fuerza normativa” de una Constitución no es sólo una cuestión de normas, sino también de conductas y valores. No es un “elemento mágico caído del cielo constitucional”, sino una potencia para la acción de la Constitución, que deriva (cuando la hay) de cláusulas realizables y legítimas, y de una leal voluntad de ejecución, requiriendo por lo tanto un “haber” y un “hacer”: el comportamiento efectivo de los operadores de la Constitución[8].-
II.e. Los "Derechos Humanos" son facultades o prerrogativas de la persona o grupo social que, enmarcadas dentro del contexto del Estado de Derecho, regulan la dignidad y existencia misma de la persona humana, permitiendo a sus titulares exigir de la autoridad respectiva, la satisfacción de sus necesidades básicas allí enunciadas[9].-
II.f. Nuestro sistema jurídico se organiza con base en un ordenamiento constitucional rígido (cf. art. 30 C.N.): la Constitución es ley suprema y todas las demás normas jurídicas se le deben adecuar[10]. A su vez, el concepto de supremacía de la Constitución se complementa con el de “control de constitucionalidad” pues sin este último, quedaríamos atados al romántico ideario revolucionario francés: concebir que la sola enunciación de un principio en el texto supremo garantiza su cumplimiento. La realidad demuestra que la efectiva vigencia, la operatividad de los derechos humanos transita por su garantía mediante un eficaz sistema de controles institucionales que permitan la supervivencia de la regla de la supremacía constitucional. Una nota importante a tener en cuenta es que al encontrarnos frente a un proceso reforma y no una “nueva” Constitución, consecuencia lógica ineludible es que los nuevos contenidos han de ajustarse al molde de la constitución de 1853 que conforme lo expuesto consagra un claro sistema de supremacía del propio texto por sobre el resto del ordenamiento jurídico y, más aún, respecto del que solo accediendo a su jerarquía, no ha sido incorporado a ella.-
II.g. La última aclaración es necesaria en virtud de la ambigüedad o quizás defectuosa redacción del art. 75, inc. 22 C.N.[11], que genera un esfuerzo interpretativo para definir el lugar de esos instrumentos en él enunciados conforme la reforma constitucional. Con Eduardo P. Jiménez, siguiendo una línea de pensamiento extendida en Alemania y España frente a circunstancias similares[12], entendemos que los Tratados sobre Derechos Humanos no integran la Constitución, sino que solo tienen su jerarquía, en los términos del "test" propuesto por la propia Carta Magna, que los invita a actuar desde un escalón superior, complementando su articulado, a modo de pauta valorativa, que -por su jerarquización- resulta ser de interpretación obligatoria para los poderes públicos que los apliquen[13]. Este modo de viabilizar a la nueva formulación normativa del texto supremo resguarda la regla originaria de la "supremacía de la constitución textual", sintetizada por el art. 27 C.N. aún hoy vigente[14]. En definitiva, los Tratados irradiarán toda su eficacia, como pauta directriz obligatoria, a los poderes públicos, aunque no podrían, en caso de confrontación, superar la manda de la constitución textual. Asimismo, el Estado tendrá a partir de ahora no solo el deber de evitar que los Derechos Humanos sean violados por los poderes públicos -con expresa obligación para el legislador de respetar su contenido esencial-, sino que está obligado a establecer las condiciones para ello (deberá dictar y ejecutar las normas y políticas que posibiliten que las libertades públicas sean reales y efectivas).-
II.h. Lo afirmado permite concluir que el otorgamiento al sistema de tutela internacional de los derechos humanos de jerarquía constitucional, y ciertas pautas adicionales consagradas en la materia, como lo son la prohibición de los decretos de necesidad y urgencia en la órbita penal, y limitada inclusión de nuevos delitos constitucionales[15], han variado concretamente la forma de aproximación a las exigencias constitucionales respecto del tema que nos ocupa (cf. “supra”, II.a.). Sintéticamente, puede afirmarse que sigue siendo la Constitución la que impera en el vértice de la pirámide jurídica nacional, aunque ahora es acompañada por los instrumentos internacionales en materia de derechos humanos que desde un plano inferior a la constitución textual (ya que no la pueden modificar), le irradian pautas interpretativas que son de cumplimiento obligatorio para los Poderes públicos, y que poseen jerarquía superior a las leyes internas del Estado Argentino. En consecuencia, dada esta nueva formulación constitucional, ninguna norma infraconstitucional argentina podría con su imperio rebasar a los mandatos surgentes de tales acuerdos internacionales porque ellos, al conformar el denominado “bloque de constitucionalidad federal”, ofrecen un renovado vigor a la fuerza normativa del texto constitucional. El actual plexo normativo del que derivan mandatos expresos para nuestra construcción del fundamento y finalidades de la pena, está constituido por los arts. 1, 17, 18, 19, 27, 31, 33, 75 incs. 12 y 22, 99 inc. 3 de la Constitución Nacional, a los que podemos agregar aquellos que consagran los denominados “delitos constitucionales”[16]. Del apuntado inciso 22 del art. 75, nos surgirán entonces, y como pauta directriz obligatoria, los mandatos emanados de los Tratados a los que se les ha reconocido jerarquía constitucional, gozando por esta razón, de una nueva y actualizada imperatividad.-
II.i. Si dirigimos la mirada hacia el sistema tutelar internacional de los Derechos Humanos, jerarquizado constitucionalmente por la norma citada, una primer conclusión es que aquél plexo normativo no encuentra en principio contraindicaciones expresas con el marco garantizador de la Constitución histórica. En este sentido puede decirse que hay coherencia interna en el “bloque constitucional”: explícita o implícitamente los derechos consagrados en los Tratados tenían reconocimiento anterior en nuestra Carta Magna. En segundo lugar debe tenerse presente que al tratarse de Tratados y Declaraciones que ostentan nivel universal algunos, regional otros y referirse a una temática total o parcialmente coincidente, se encuentran numerosas reiteraciones de principios en el sistema, diferenciadas a veces por mínimos matices que lejos de importar contradicciones, permiten integrarlos armónicamente, logrando que a partir de un definición genérica, por un proceso de adición complementario, ésta tenga una mayor precisión o, al menos, sea más fácil interpretar cuál es su real alcance.-
II.j. Precisamente pueden destacarse complementando el entramado normativo constitucional precisado “supra” II.h., una serie de normas del sistema tutelar internacional que exclusivamente por su mayor o menor conexidad con el tema que aquí se aborda divido en “directivas o mandatos inmediatos o de núcleo” y “directivas o mandatos mediatos o de periferia”. Remitiéndome por razones de brevedad a la lectura de los distintos instrumentos, pueden señalarse entre los primeros los siguientes: arts. 3, 5, y 11 de la Declaración Universal de Derechos Humanos (ONU, 1948); 1, 6, 7, 10, 11 y 15 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (Ley 23.313); 1 y 11 de la Convención contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes (Ley 23.338); 19, 37 y 40 numerales 1 y 4 de la Convención sobre los Derechos del Niño (Ley 23.849); 4, 5, 6, 7 y 9 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos -Pacto de San José de Costa Rica- (Ley 23.054). Más adelante se referirán en detalle las que expresamente se refieren a la fundamentación, finalidad y modalidades de la pena. Entre las segundas pueden mencionarse: arts. 9, 18, 25, 26 y 27 de la Declaración Americana de Derechos y Deberes del Hombre (OEA, 1948); 8, 9, 10, 12 y 14 de la Declaración Universal de Derechos Humanos (ONU, 1948); 7, 8, 21, 22, 25 y 27 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos (Ley 23.054); 1, 10, 11, y 12 del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (Ley 23.313); 8, 9, 10,12 y 17 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (Ley 23.313) y su Protocolo Facultativo; 1, 6 y 7 de la Convención para la Prevención y Sanción del delito de Genocidio; 1, 2, 3, 5 y 6 de la Convención Internacional sobre la Eliminación de todas las formas de Discriminación Racial; 15 de la Convención sobre la Eliminación de todas las formas de Discriminación contra la Mujer (Ley 23.179); 2, 4, 6, 7, 8, 12 y 15 de la Convención contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes (Ley 23.338); 11, 12, 16, 32, 33, 34, 36 y 38 de la Convención sobre los Derechos del Niño (Ley 23.849).-

III. Los mandatos constitucionales expresos
Habiendo aclarado brevemente en lo que precede los puntos de partida para elaborar una posible respuesta al interrogante propuesto y expuesto en líneas generales el plexo normativo que la condiciona, desde una perspectiva analítica se impone como paso subsiguiente avanzar en la consideración de aquellas normas constitucionales que en modo expreso se refieren a la cuestión de la pena.-
Es claro, por ejemplo, que la reforma ha importado a partir de la jerarquización constitucional del sistema tutelar de los derechos humanos un reforzado vallado a determinadas modalidades de pena. Así, estimo que hoy no hay mayores dudas en cuanto a que la pena de muerte es una modalidad claramente inconstitucional y que su prohibición comprende no solo a los delitos políticos sino a todo tipo de delitos comunes. Es cierto que ello es una novedad relativa en la medida en que entendemos ya regía a partir de la adopción del Pacto de San José de Costa Rica por Ley 23.054.-
De todos modos, en los tiempos que vivimos parece necesario detenerse a resaltar verdades evidentes ya que éstas son frecuentemente ignoradas en los más altos ámbitos oficiales, que sistemáticamente reclaman por ella frente a hechos delictivos de extrema gravedad, cuya difusión e interés mediático provocan honda repercusión en la sensibilidad del cuerpo social. Es evidente que en muchas ocasiones el “olvido” de las reales posibilidades jurídicas de tales iniciativas responde a exigencias del discurso político que procura captar el descontento existente en materia de seguridad y justicia, presentando a la “mano dura” (y cuál más dura que la que responde segando vidas) como la solución para estos problemas que ciertamente nos aquejan. Me apresuro en aclarar que esto no siempre es así, es decir, que admito que hay quienes de absoluta buena fe toman este discurso, no como medio para el clientelismo electoral, sino por convencimiento personal de su corrección. No obstante, no puedo dejar de lado la sensación personal de que esto último no es lo más común y que lo imperante es la primer situación descripta.-
Es habitual entre quienes abogan por su reinstalación el argumentar acerca de su necesariedad en el actual momento social -léase incremento delictual de características particularmente violentas potenciado por la repercusión provocada por los grandes medios de comunicación-, necesariedad que por lo tanto le serviría de justificante y, a la vez, la legitimaría. Se olvidan que por este sendero, como decía acertadamente Giuseppe Bettiol[17], se encamina la justificación de todo sistema político totalitario o policíaco. Con evidente razón el maestro de Padua refería que "La pena de muerte nunca es necesaria, porque el Estado tiene siempre a la mano otras posibilidades para reaccionar contra el delito que ha sido perpetrado. Y si no las posee, quiere decir que el Estado es un organismo en descomposición, y como tal digno de desaparecer de la escena de la historia".-
Extremando los alcances de la prohibición constitucional para la reinstalación de la pena de muerte, señala el maestro Germán Bidart Campos que habiéndosela suprimido del Código Penal “es obvio que una nueva ley no podría preverla, y de hacerlo sería inconstitucional por transgredir una prohibición de un tratado internacional. Incluso damos por verdad que ni siquiera una eventual reforma de la constitución estaría habilitada para introducir la pena capital porque nuestro estado ha asumido una obligación internacional que implica un límite heterónomo a su poder constituyente”[18]. Si nos quedamos en el plano interno, una precisión importante es recordar que si bien la Ley 23.077 derogó la pena de muerte del Código Penal para los delitos comunes, aún se mantiene esa penalidad en el Código de Justicia Militar. Esto podría habilitar una línea de interpretación que entiende que nuestro país integra el grupo de aquellos que no habiendo abolido totalmente la pena de muerte, no podrán extender su aplicación a aquellos delitos a los cuales no se la aplique actualmente (arg. art. 4to. inc 2do. C.A.D.H.), derivando de allí que tal pena tendría aún vigencia, aunque limitada, en nuestro ordenamiento punitivo.-
Desde un punto de vista de análisis sistémico, fundamentalmente teniendo en cuenta el conjunto de normas con jerarquía constitucional relacionadas en modo directo con la cuestión de la pena que ya individualizamos y sobre las que en lo siguiente profundizaremos, entiendo que los supuestos de pena de muerte contemplados en el C.J.M. son inconstitucionales porque tal pena (que, como afirma Beristain, sería mas propio ubicar como “medidad de seguridad eliminativa”[19]) es incompatible con el norte constitucional —ahora acentuado—, que es el respeto de la dignidad humana. En ese contexto, entiendo que puede afirmarse que la pena de muerte ha sido abolida en el Derecho Penal Argentino, abolición que tiene jerarquía constitucional (art. 75 inc. 22 C.N.).-
Adviértase además que nuestra Carta Magna no tiene disposición análoga a la del art. 15 de la Constitución Española, que abolió la pena de muerte “salvo lo que puedan disponer las leyes penales militares para tiempos de guerra”. No es un dato menor el hecho de que por su abierta contradicción con el principio de humanidad de las penas, luego de ardua discusión, se llegara a abolir dicha pena también en tiempo de guerra por la L.O. 11/1995 de 27 de noviembre[20].-
Esta idea abolicionista parece ser la que preside como criterio al legislador nacional, que recientemente ha consagrado como un principio limitador para la cooperación internacional a la pena de muerte. En efecto, en el art. 8° inc. f) de la Ley de Cooperación Internacional en Materia Penal Nro. 24.767[21], se ha establecido expresamente la no procedencia de la extradición pasiva cuando el delito por el que se solicita la extradición estuviere conminado en abstracto con pena de muerte en el Estado requirente y éste no diere seguridades de que no será aplicada al requerido.-
Sentado ello y retomando el interrogante inicialmente propuesto, debe tenerse presente que antes de la reforma carecíamos a nivel constitucional de una norma que en forma explícita declarase la finalidad perseguida con la imposición de la pena. Era posible inferirla del art. 18 de la C.N. (las cárceles "...serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas..."), como lo hacía Zaffaroni[22] (y antes, por ejemplo, Peco o Jiménez de Asúa) refiriendo que la función de las penas es de seguridad -tranquilidad pública-, y no castigo o expiación. Es decir que para una corriente de la doctrina, tal norma constitucional proscribía expresamente a la retribución: el término "seguridad" no solo no es incompatible ni excluyente de la “resocialización”, sino que ésta es el medio para proveer a la seguridad. En el orden infraconstitucional, se expidió en concordancia el legislador nacional en relación a la fase de ejecución de la pena. El art. 1 de la vieja Ley Penitenciaria Nacional (dec-ley 412/58, ratif. por Ley 14.467, derogada por Ley 24.660 -art. 230-) disponía: "La ejecución de las penas privativas de libertad tiene por objeto la readaptación social del condenado...".-
Desde la perspectiva del derecho comparado puede cotejarse que con idéntica filosofía como fin primordial -la resocialización-, el art. 1ero. de la Ley General Penitenciaria española del 26/09/79 declara como meta del tratamiento la "reeducación y reinserción social"; mientras que el art. 1ero. de la Ley Penitenciaria italiana del 26/7/75 dice que en relación con los condenados y presos debe aplicarse un "tratamiento reeducativo" que especialmente por contactos con el mundo exterior se dirija a su "reinserción social" o la Ley Penitenciaria alemana del 16/3/76 considera como meta de la ejecución de las penas y medidas privativas de la libertad el capacitar al recluso para "llevar en el futuro en responsabilidad social una vida sin delitos"[23].-
Esta orientación en el plano normativo inferior ha sido corroborada por la ya citada "Ley de Ejecución de la Pena Privativa de Libertad" (N° 24.660)[24] y guarda asimismo adecuada correlación con el actual plano normativo de jerarquía suprema. Con similar inteligencia entienden Gustavo E. Aboso y Fernando Martelo, que con el dictado de esta ley se está cumpliendo con las pautas ordenatorias establecidas en numerosos tratados internacionales y, especialmente, con las Reglas Mínimas para el Tratamiento de Reclusos y Recomendaciones Relacionadas, aprobadas por la O.N.U. en 1955 en Ginebra, reafirmando el nuevo plexo normativo la finalidad que reviste la pena en su artículo 1°, que es lograr que el individuo sometido a una pena privativa de libertad se reintegre a la sociedad, logrando su adaptación mediante la incorporación de los valores fundamentales que posibilitan la vida en comunidad[25]. En efecto, el art. 1° de la Ley N° 24.660 reza: "La ejecución de la pena privativa de libertad, en todas sus modalidades, tiene por finalidad lograr que el condenado adquiera la capacidad de comprender y respetar la ley procurando su adecuada reinserción social, promoviendo la comprensión y el apoyo de la sociedad. El régimen penitenciario deberá utilizar, de acuerdo con las circunstancias de cada caso, todos los medios de tratamiento interdisciplinario que resulten apropiados para la finalidad enunciada".-
Lo dicho no importa que dejemos de lado o ignoremos la distancia que media entre la declaración de principios y su correlativa efectivización. Bien ha referido Muñoz Conde[26] que frente a la “seguridad” el sistema penitenciario moderno optó por la “socialización”, con lo que la idea del sufrimiento y castigo habría sido definitivamente abandonada y sustituida por otra más humana de recuperación del delincuente para la sociedad y que tal planteo ideal, en la praxis está lejos de alcanzar lo que en la teoría surge como tan fácil e idílico. Destaca además la circunstancia de que al momento en que la legislación capta y toma como suyo el concepto de la resocialización que desde un siglo atrás se reclamaba, es cuando precisamente surgen voces que expresan dudas sobre no solo su efectividad, sino incluso su necesidad. Si como dice Durkheim la criminalidad es un elemento de una sociedad sana, más que hablar de resocialización del delincuente, habría que resocializar a la sociedad que produce ella misma la delincuencia[27].-
No obstante, en una toma de posición que se articula armónicamente con algunos contenidos y conclusiones que seguidamente se desarrollarán, desde esferas oficiales íntimamente vinculadas a la problemática que nos ocupa, concretamente la Secretaría de Política Penitenciaria y de Readaptación Social del Ministerio de Justicia de la Nación (creada por decreto Nro. 1088/94 promulgado el 6/7/94), en el "Plan Director de la Política Penitenciaria Nacional" (decreto 426/95 de marzo de 1995) se declara que: "...Si bien el objeto y fin de la pena actual no puede despojarse totalmente de sus componentes del pasado, el concepto moderno pretende fundamentalmente promover las acciones que posibiliten al egresado de prisión un reintegro al medio libre internalizando las pautas sociales fundamentales, en condiciones y aptitud de desarrollar una vida futura alejada del delito, de conductas desviadas y desadaptadas. Visto así, el concepto de pena privativa de libertad podría resumirse en un conjunto de acciones individualizadas y coordinadas tendientes a brindar, al egreso, una oportunidad para integrarse positivamente a la sociedad. Lo dicho no obsta que la misma sociedad advierta las consecuencias de los comportamientos ilícitos y que perciba que la amenaza configurada en la ley penal es real, se cumple y pretende brindarle tres formas diferentes pero integradas de seguridad: la de igualdad frente a la violación de la norma, la de seguridad mediante la sanción del responsable y su apartamiento del medio y la de tranquilidad pública por vía de la readaptación del delincuente (alternativa máxima) o de su inocuidad delictiva (alternativa mínima). En definitiva, tanto el objeto y fin de la pena privativa de libertad como su ejecución marcan una clara, definida e irreversible filosofía de humanización, exenta de contenidos meramente paternalistas, ingenuos o simplemente abdicatorios de la facultad de punir. La filosofía de humanización de la pena se inscribe en un largo proceso del devenir histórico de los pueblos, pero se aquilata en un sentido justo del equilibrio entre los derechos colectivos y los individuales y se potencia en la convicción, científicamente demostrada de que el simple castigo y la sola segregación no aseguran ni éxito ni cambios positivos. Sólo un proceso individualizado, humanizado, desarrollado oportuna e integralmente, con aportes de todas las disciplinas científicas y con una sociedad dispuesta a superar ancestrales criterios de crueldad y de retribución, logrará una mejor convivencia social y la disminución de los niveles de violencia que afectan a las sociedades en las postrimerías del siglo XX..."[28].-
Otro alcance asigna a la citada primer norma de la Ley 24.660 Marcos G. Salt, quien entiende que con ella vuelve a consagrarse el denominado “ideal resocializador”, que es hoy un imperativo constitucional a partir de la reforma de 1994, pero tal consagración se limita al fin de la ejecución de la pena[29], que resalta no debe confundirse con el fin de la pena[30]. Indica concretamente que “las cláusulas de los Pactos Internacionales de Derechos Humanos incorporados a la Constitución Nacional y la norma de la Ley de Ejecución que consagran al ideal resocializador como fin de la ejecución de las penas deben ser interpretados de conformidad con los principios y los límites del Derecho Penal del Estado de Derecho. En este sentido, entiendo que sólo pueden significar una “obligación impuesta al Estado” (“derecho”, por lo tanto, de las personas privadas de libertad) de proporcionar al condenado, dentro del marco del encierro carcelario, las condiciones necesarias para un desarrollo personal adecuado que favorezca su integración a la vida social al momento de recobrar la libertad”[31].-
Para desarrollar nuestra posición ingresaremos en una más detallada individualización de las normas con jerarquía constitucional que fueran individualizadas “supra” II.j.; indicando en primer término que puede advertirse un mandato de tal nivel que referido expresamente a las penas de mayor gravedad que contempla nuestra ordenamiento punitivo dice: "Las penas privativas de la libertad tendrán como finalidad esencial la reforma y readaptación social de los condenados" (art. 5, numeral 6 del Pacto de San José de Costa Rica). Este texto, que ya era derecho positivo interno (Ley 23.054), adquiere ahora otra dimensión y ve reforzado su carácter operativo en función de su nueva elevada procedencia.-
Idéntico criterio se extiende por el art. 40 numerales 1 y 4 de la Declaración de los Derechos del Niño (ONU, 1959, Ley N° 23.849), a las medidas de seguridad a disponer respecto de los menores, presidiendo en consecuencia también su adopción para el caso concreto. Ellos dicen: "Art. 40.1. Los Estados Partes reconocen el derecho de todo niño de quien se alegue que ha infringido las leyes penales o a quien se acuse o declare culpable de haber infringido esas leyes a ser tratado de manera acorde con el fomento de su sentido de la dignidad y el valor, que fortalezca el respeto del niño por los derechos humanos y las libertades fundamentales de terceros y en la que se tengan en cuenta la edad de niño y de que éste asuma una función constructiva en la sociedad... 4. Se dispondrá de diversas medidas, tales como el cuidado, las órdenes de orientación y supervisión, el asesoramiento, la libertad vigilada, la colocación en hogares de guarda, los programas de enseñanza y formación profesional, así como otras posibilidades alternativas a las internación en instituciones, para asegurar que los niños sean tratados de manera apropiada para su bienestar y que guarde proporción tanto con sus circunstancias como con la infracción”.-
Es evidente que cuando se habla de fomentar determinados valores en el menor en la búsqueda de que asuma una función constructiva en la sociedad, nos encontramos frente a una clara apelación a la idea de la resocialización antes apuntada, aunque en este caso auspiciosamente acompañada del reclamo del numeral 4 en el sentido de buscarse imperativamente medidas alternativas a la internación en procura del cumplimiento de aquél norte —formulándose una enumeración ejemplificativa de ellas—, y respetar el principio de proporcionalidad.-
Correlativamente, desde la perspectiva del derecho de la ejecución penal, otra norma con jerarquía constitucional viene a robustecer esta idea: el art. 10, numeral 3, del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (Ley 23.313), que dice: "El régimen penitenciario consistirá en un tratamiento cuya finalidad esencial será la reforma y la readaptación social de los penados. Los menores delincuentes estarán separados de los adultos y serán sometidos a un tratamiento adecuado a su edad y condición jurídica".-
En similar sintonía se ha expedido en la órbita internacional el Primer Congreso de las Naciones Unidas sobre Prevención del Delito y Tratamiento del Delincuente (Ginebra 1955), cuyas "Reglas mínimas para el tratamiento de los reclusos” fueran aprobadas por el Consejo Económico y Social en sus resoluciones 663C (XXIV) del 31/7/57 y 2076 (LXII) del 13/5/77. Así, rescatamos las siguientes reglas: "El fin y la justificación de las penas y medidas privativas de libertad son, en definitiva, proteger a la sociedad contra el crimen. Sólo se alcanzará este fin si se aprovecha el período de privación de libertad para lograr, en lo posible, que el delincuente una vez liberado no solamente quiera respetar la ley y proveer a sus necesidades, sino también que sea capaz de hacerlo” (regla 58) y “Para lograr este propósito, el régimen penitenciario debe emplear, tratando de aplicarlos conforme a las necesidades del tratamiento individual de los delincuentes, todos los medios curativos, educativos, morales, espirituales y de otra naturaleza, y todas la formas de asistencia de que puede disponer" (regla 59).-
Si se deja de ver cada una de estas normas aisladamente pasando a ponderarlas como sistema, puede observarse que desde esta perspectiva se va articulando un conjunto de normas de nivel constitucional congruentes entre sí y, a su vez, con aquéllas instrumentales de grado inferior vigentes o, incluso, proyectadas, que habilitan una interpretación más amplia de sus alcances que la resultante de su consideración individual.-
No hay dudas de que sería mucho mejor que hubiera un texto legal que en lugar de referirse a finalidades respecto de algunas clases de pena en particular, lo hiciera englobando a todas en general (aunque no ignoramos que voces tan calificadas como la de Rivacoba y Rivacoba[32], se pronuncian categóricamente por la falta de justificación de declaraciones sobre el punto sin importar que sean de carácter parcial o general). Lo cierto es que contamos con la expresión constitucional y nada pareciera señalarnos que lo querido para las penas más graves e incluso alguna modalidad de medidas de seguridad no pueda, en principio, entenderse extendido a las demás a menos que encontremos una contraindicación expresa.-
Con la contemporaneidad que la reforma impone, distintos magistrados y autores vienen pronunciándose respecto del punto en una inteligencia similar. Así, por ej., el Dr. Pedro Rubens David, efectuando la relación entre el inc. 22 del art. 75 de la C.N. y el art. 5, parag. 6 del Pacto de San José de Costa Rica, cuya "postulación lejana a la mera retribución, confirma la política criminal del Código Penal vigente en una dimensión fundamental: la humanización de la pena”, añade que "Es preciso dar acceso en el sistema penal al valor de las exigencias preventivos-generales y preventivos-especiales configurado por postulados de la política criminal. Ello implica que los fines de la pena desde una base constitucional deben articularse en la concepción de un Derecho Penal esencialmente preventivo, garantizador e integrador”[33]. Por su parte, Roberto V. Vázquez señaló que en su consideración la sanción penal tiene un cúmulo de principios constitucionales, especialmente a partir de la reforma vía art. 75 inc. 22, que indican cuáles son los lineamientos a seguir por el Estado y que “Si bien el castigo se impone por el ilícito que cometió, la privación de la libertad del autor penalmente responsable tendrá como finalidad esencial su reforma y su readaptación social”, mandando a confrontar en la nota al pie el Pacto de San José, art. 5°.6.[34]-
En armónica inteligencia con lo sustentado y a modo de contestación para los reparos derivados de la hasta ahora no verificada correlación entre “declamación y efectivización de principios”, parece oportuno recordar con Hassemer que el Derecho Penal no puede decidirse por la renuncia a una justificación de la pena desde el punto de vista de sus efectos prácticos, máxime frente a nuestra realidad normativa podríamos agregar. Como dice el maestro de la Universidad de Franckfurt, aunque no pueda predecirse cuánto tiempo seguirá siendo dominante este esquema, la “justificación por las consecuencias deseadas es una parte de nuestra racionalidad”[35]. Ello importa de algún modo que por encima de la modernamente declamada postura “reciclada” de la retribución invocando que solo ella respeta la dignidad del hombre al apartarse de criterios como los preventivos que son “utilitaristas”, racionalmente no podemos renunciar a que procurando garantizar el respeto por la dignidad del hombre, concibamos a la pena en un sentido trascendental y mejorador de la condición individual y social. Este sentir parece ser el que normativamente ha reconocido el constituyente de 1994.-

IV. Una herramienta de apoyo hermenéutico: la experiencia foránea frente a cuadros normativos análogos.
Como se destacó en el acápite anterior, la reforma constitucional es demasiado reciente para que en nuestro medio, tanto desde el punto de vista doctrinario como jurisprudencial, se hubiere desarrollado un fértil debate de ideas sobre sus repercusiones tanto respecto del tema puntual que ahora nos ocupa como de muchos otros. No he mediado tiempo suficiente para que ello se produjera. Es por ello que resulta particularmente apropiado a efectos de profundizar el análisis el recurrir a la experiencia registrada en el marco de países con los que compartimos con los que tenemos estrechos vínculos comunes y, además, poseen un cuadro normativo de notable similitud con el nuestro. Concretamente, la norma de jerarquía constitucional que fuera transcripta en primer lugar (art. 5.6. CADH) encuentra referentes del mismo nivel en el derecho comparado.-
En efecto, pueden por ejemplo destacarse como de contenido análogo las previsiones de los arts. 25 y 27 de las constituciones española e italiana respectivamente (países que, además, guardan parecido normativo a nivel infraconstitucional en el ámbito de la ejecución penitenciaria, lo que ya fuera resaltado). Además, existen numerosos ordenamientos penales que contemplan cláusulas de parecida factura a nivel de Códigos en varios países de nuestro margen continental con los que compartimos raíces comunes (Colombia, Cuba, Perú, Código Penal tipo para Iberoamérica)[36].-
El citado art. 25, apartado 2, de la Constitución Española dispone: "las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social y no podrán consistir en trabajos forzados...". En comentario que a su vez comprende a la norma itálica dice Juan Córdoba Roda: "La referida norma constitucional guarda cierta similitud con uno de los principios de la moderna defensa social, según el cual 'la pena privativa de libertad tiene por fin esencial la corrección y la readaptación social del condenado', como manifestación que consagra la sustitución de la 'pena-castigo' por el 'tratamiento de resocialización'... recuerda... (al) art. 27,3, de la Constitución italiana, cuando afirma que 'las penas no pueden consistir en tratamientos contrarios al sentimiento de humanidad y deben tender a la reeducación del condenado'...El propósito al cual la referida norma de la Constitución parece responder, es el de acoger el principio de humanidad que proscribe la imposición de sanciones inútiles, cuando no claramente perjudiciales para el condenado, por la injusticia y crueldad que supondría la aplicación de tal clase de males, y al deseo de adaptar así las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad a las exigencias actuales de las ciencias criminológica y penal”[37].-
Siguiendo con la previsión constitucional española, puede acotarse que le asigna parcialmente similar alcance al aquí propuesto para nuestro derecho interno el profesor Bustos Ramírez. En efecto, en el contexto del análisis de las distintas posiciones frente a la separación o no de penas y medidas de seguridad (monismo y dualismo), al momento de concluir que no hay diferencias estructurales entre ambas pero que debe abarcarse a las segundas dentro del derecho penal[38], nos dirá: “Ambas implican un mal para el sujeto, una afectación en sus derechos, y ambas también deben tender a la resocialización. Lo último con mayor razón después del mandato constitucional del art. 25, aún cuando imperfectamente en el caso de las penas se limite ello al caso de las privativas de libertad”[39] (el resaltado en negrita nos pertenece).-
Con algunos matices, en el marco de concepto mixto retributivo-preventivo especial y trazando un distingo entre “fin” y “orientación”, se encolumna en similar dirección Enrique Ruiz Vadillo. El nombrado, siguiendo a Cobo del Rosal y Vives Antón, entiende que la pena ha de consistir necesariamente en la inflicción de un mal, que se concreta en la privación de un derecho (un bien jurídico), distinguiendo la función de la pena en cuanto finalidad última e ideal para la que se impone (tutela jurídica: protección de los bienes, derechos e intereses cuyo pacífico disfrute ha de garantizar el derecho en virtud de su propia naturaleza en orden a la coexistencia), y los fines u objetivos empíricos e inmediatos a los que la pena para cumplir su función ha de hallarse dirigida (que son la prevención general y la prevención especial). Sostiene que “La Constitución establece en el artículo 25.2 una orientación muy precisa y concreta en cuanto a las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad: la reeducación y reinserción social, sobre cuyo principio hay que decir, a mi juicio, lo siguiente: 1) Que esa orientación es predicable sin duda de todas las penas y de muchas otras medidas penales aunque no sean privativas de libertad, 2) Que la Constitución se refiere a orientación, que es algo menos que fin y 3) Que como la pena se sitúa en el punto de equilibrio entre una y otra prevención: la general y la especial, sin perjuicio de buscar sustituciones correctoras de la sanción inicialmente fijada... no siempre la declaración de que esa orientación de reinserción está obtenida puede llevarnos a dejar sin efecto el cumplimiento de la pena...”[40].-
Una parte de la doctrina ibérica al interpretar el apuntado art. 25.2. de la Constitución española de 1978, lo ha entendido no como un mandato que se establece para el fundamento o el fin de la pena, ni siquiera para las penas privativas de la libertad, sino tan solo como una "orientación para la ejecución" de estas últimas penas, que fija una línea congruente de mandato a las instituciones penitenciarias en conjunto con los arts. 1eros. de la Ley Orgánica General Penitenciaria y del Reglamento Penitenciario, para que tengan como objetivo primordial la reeducación y la reinserción social en la ejecución de la pena privativa de la libertad[41].-
En una consideración más crítica podemos citar a Antonio Giménez Pericás, a cuyo decir el castigo es la victimización radical y en bloque del victimario, es la otra victimización, denominada también “victimización terciaria”, diferenciada en la disciplina victimológica de la primaria (la sufrida por la víctima del delito) y de la secundaria (que deriva de las traumáticas relaciones de la víctima del delito con el sistema penal)[42]. En su concepción “Defensa social y aflicción son motivación última y efecto consiguiente, inseparables e inevitables, que conlleva la institución de la pena. Cualquier pena despojada de carácter aflictivo es una contradicción en sus propios términos, un mero nomen, un sinsentido. La ineludible aflictividad de la sanción penal no comporta necesariamente el carácter victimario de la pena. Por esto, sea cual fuere la concepción dogmática e incluso filosófica que se tenga de la sanción penal o de la autoría en la teoría del delito, el penado será una víctima cuando se le sacrifique en el cumplimiento de la pena”[43].-
En lo que puntualmente nos interesa, su interpretación en relación al aspecto normativo, refiere que “La proclamación finalista del art. 1 de la L.O. 1/79 del 26/9 General Penitenciaria con la orientación de las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad “hacia la reeducación y reinserción social” que designa el art. 25.2 CE no es más que por una parte, la sublimación del carácter aflictivo de la privación de libertad y, por otra, el recurso a la esperanza estatal de devolver al ciudadano caído a la zona general del consenso organizado por modos y normas más pacíficas que las penales”[44], planteando respecto de la “resocialización” una posición crítica que va más allá de la indeterminación de la propia palabra, para dirigirse a la ideología, ya que la resocialización del delincuente solo tendría sentido o sería posible cuando la sociedad en la que se le quiere integrar es una colectividad con un orden social y jurídico justos, reconduciendo en un marco de mínimos el escepticismo a la sustitución o mera lectura de la resocialización como “no desocialización”[45].-
Por su parte, García-Pablos refiere que la Constitución española y la Ley Orgánica citadas subrayan la trascendencia de la prevención especial como uno de los fines de la pena, pero que no puede interpretarse al art. 25.2. de la primera fijándola como único fin o como fin prioritario, sino que prevaleciendo en la fase de la ejecución, deja a salvo las demás funciones de la pena, con lo que es de aplicación al ordenamiento español la fórmula roxiniana, atribuyendo a la pena fines distintos según el momento o fase de que se trate: prevención general en la conminación abstracta legislativa, prevención general con exigencias retributivas y de prevención especial en el momento jurisdiccional y prevención especial en el momento de ejecución[46].-
Saliendo de la consideración jurídica se ha referido a la apuntada realidad normativa española Encarnación de Miguel, quien formula algunos conceptos que entendemos pueden ser perfectamente tenidos en cuenta al analizar nuestro derecho positivo. En efecto, desde una visión política, indica que el art. 25 de la Constitución española establece que las penas privativas, es decir, la cárcel tiene que tener como finalidad la resocialización del delincuente y que la propia Exposición de la Ley General Penitenciaria dice que las cárceles son un mal necesario, por lo que entiende que en relación a esta institución “Tendría que tenerse en cuenta la mejora en la estructura y en el régimen interior, al objeto de cumplir el fin resocializador que la propia Constitución Española nos exige, ofreciéndole al interno un ambiente mucho más humanizado y mucho más digno del que actualmente se está dando, por un principio muy simple: el de la gran masificación de las cárceles”[47].
Siempre desde una perspectiva política, considera que el fin resocializador y rehabilitador de la persona que está en prisión no cumple con el principio constitucional establecido en el artículo 25 porque “la sociedad no ha entrado en las cárceles”, sosteniendo que “Habría que tender un puente de la sociedad a la cárcel, porque dentro de la cárcel no se puede aprender en un ambiente de no libertad a vivir posteriormente en libertad, a volver a la sociedad y a saber convivir con los demás. Ese es uno de los problemas fundamentales que tiene la persona que está en prisión”. Añade en cuanto al “principio de intervención mínima” que este “...exige que la pena, no obstante haberse desarrollado en un proceso en el que haya quedado demostrada la comisión del delito y demostrada la culpabilidad del sujeto, sólo debe imponerse cuando sea necesario desde la perspectiva de los fines de la pena, es decir, una prevención general y una prevención especial sin alargar ni agravar excesivamente la situación del delincuente”[48].-

V. Contradicciones y posibles respuestas en el plexo normativo vigente
Conforme se apuntó en el acápite III, entendemos que el denominado "bloque de constitucionalidad" (conformado por voluntad de nuestros convencionales constituyentes de 1994 por la Constitución Nacional y los Tratados Internacionales de Derechos Humanos con jerarquía constitucional), contiene expresas declaraciones que importan una toma de posición frente a la problemática del fundamento y finalidades de la pena, lo que no significa que se trate de un cuadro libre de contradicciones, las que incluso pueden válidamente propulsar interpretaciones divergentes a la que propiciamos.-
Sin ir más lejos, entre los que se han ocupado expresamente del tema puede citarse en tal sentido a Zaffaroni, que a su reconocida autoridad académica adiciona como puntual dato de interés el haber sido convencional constituyente en 1994. En respetuosa pero necesaria síntesis puede decirse que comienza el nombrado reflexionando certeramente que si bien la incorporación de nuestro país al derecho internacional de los Derechos Humanos lo fue en la década pasada, es recién a partir de la reforma constitucional de 1994 que previsiones como el art. 10.3 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y el art. 5.6 del Pacto de San José de Costa Rica, son ahora letra de la Constitución Nacional y, por lo tanto, se requiere una elaboración jurídica que precise su sentido y alcance como derecho vigente[49] (cf. se destacó ya “supra” II.c.).-
Entre ambas normas surgiría una aparente dicotomía entre fin de la pena y fin de la ejecución (que siendo distintos no pueden ser contradictorios), ya que entiende que la primera es más exacta en cuanto se refiere o fija un objetivo para la ejecución de la pena (no opta por una teoría de la pena) y es de rango universal, mientras que la segunda en una lectura superficial parece adscribir a la teoría preventivo-especial positiva de la pena (al menos para las penas privativas de libertad) y es de rango regional. En este esquema opta por la prevalencia del dispositivo del Pacto Universal, en virtud de que los instrumentos de Derechos Humanos configuran una unidad que impondría una interpretación no dispar, particularmente siendo este último más coherente, preciso y técnico, permite justamente una interpretación no contradictoria[50].-
Realiza un crítica del marco ideológico “re”, señalando que presupone una inferioridad en el preso, ya sea moral, biológica, psíquica o social, por lo que es discriminatorio y, en tal sentido, violatorio de los derechos humanos (al decir de Günther Stratenwerth, “denigra a sus destinatarios a meros objetos de adiestramiento”[51]). En tal sentido entiende que la crisis de los discursos “re” ha tenido, como rasgo positivo, el revelar su carácter discriminatorio, mientras que como aspecto negativo, ha permitido el pasaje al realismo norteamericano, asumiendo que a partir de la falsedad de las ideologías “re”, la prisión pasa a ser un depósito de mercadería humana fallada, lo que constituye una teoría genocida y que se afilia a la prevención especial negativa[52].-
En su consideración, es necesario un discurso jurídico que supere las ideologías “re” en un sentido más compatible con los Derechos Humanos, porque lo requiere la propia operatividad del segmento penitenciario, que queda huérfano de discurso. El nuevo discurso debe servir para orientarlo a dicho segmento como pauta realizable[53].-
Las expresiones “reforma” y “readaptación” contenidas en las normas referenciadas son originarias del actualmente quebrado marco ideológico “re”, prevaleciente en las décadas del cincuenta y del sesenta. Para evitar el vaciamiento de las previsiones constitucionales, estas deben ser interpretadas dentro de una progresividad adecuada a las transformaciones del conocimiento, adecuando el texto a la nueva percepción de la realidad. Así, “reforma” y “readaptación” deben ser entendidos como remoción de las causas de la prisonización, es decir, como modificación de los roles asumidos conforme al estereotipo selectivo, o sea, ascenso de los niveles de vulnerabilidad frente al poder selectivo del sistema penal, frente a su selección criminalizante[54].-
Coherente con tal desarrollo, asumiendo simplemente como un dato de la realidad que hay personas altamente vulnerables a ser atrapadas y encerradas por una máquina y que durante tal encierro hay que proporcionarles un trato lo menos incompatible posible con los derechos humanos, afirmará Zaffaroni que dejando de lado cualquier pretensión moralizante y también cualquier planteamiento de legitimidad, se impone al respecto: 1) que el trato sea lo más humano posible, en el sentido de la seguridad personal, de la higiene, etc.; 2) que sea lo menos deteriorante posible (dentro del general efecto deteriorante de la institucionalización); y 3) que le ofrezca la posibilidad de abandonar el rol que motivó su selección criminalizante, de renunciar a su comportamiento autoagresivo, elevar su nivel de invulnerabilidad al sistema penal, salirse del estereotipo selectivo del poder punitivo. Ello importa un desplazamiento de eje para que trabaje el sistema penal y, en concreto, el sistema penitenciario: se pasa de la conducta delictiva (como falsa causa de criminalización) al comportamiento vulnerable (encuadre en estereotipo y asunción de sus roles) como causa real de la prisonización. El preso no está preso porque su conducta fue delictiva, sino porque fue vulnerable[55].-
Afirma en consecuencia el profesor Zaffaroni, que “Interpretar “reforma” y “readaptación” constitucionales, como trato humano, lo menos deteriorante posible y que trate de reducir la vulnerabilidad de la persona, constituye un programa penitenciariamente realizable y jurídicamente compatible con las normas constitucionales, dotándolas de sentido pero sacándolas del marco originario de las ideologías “re”, que además de vetusto e irrealizable, es incompatible con el encuadre general de los Derechos Humanos (por presuponer una inferioridad en el preso)”[56]. Concluye que esa finalidad sería la “esencial” (cf. texto regional), en el sentido de que siempre sería un “ofrecimiento” y nunca una imposición o coacción modificadora de la personalidad. En los casos de prisonización que no responde a vulnerabilidad crítica, el sistema penitenciario deberá limitarse al trato humano[57].-
Compartiendo en gran parte la crítica de fondo formulada por el Dr. Zaffaroni a la idea de la resocialización, como ya se anticipó nos apartamos de sus conclusiones respecto de la cuestión en tratamiento. Una inicial y central divergencia para las posteriores conclusiones, se da en el ámbito de las relaciones entre los distintos instrumentos internacionales tutelares de derechos humanos. Entendemos que entre la norma universal y la regional apuntadas no se presenta la situación dicotómica denunciada. No se trata de que una sea más exacta o más precisa que otra. Como trasluce la lectura de ambos dispositivos que con anterioridad han sido transcriptos, mientras la primera se refiere específicamente al fin de la ejecución penitenciaria, la segunda lo hace a la finalidad de las penas privativas de libertad, lo que no debe necesariamente traducirse en términos de contradicción o incompatibilidad. Por el contrario, pensamos que es factible entenderlas en un sentido armónico o, al menos, de correlatividad. Es decir, por un lado, puede afirmarse que la norma regional se refiere a una cuestión más amplia pero en términos que no se contraponen con los del Pacto Internacional y, por otro, debe tenerse presente según ya detallamos que ambas previsiones con rango constitucional no son las únicas con tal jerarquía que están en juego. La adopción por CADH de un criterio de prevención general positiva o limitadora no depende de la mayor o menor superficialidad de su lectura. Es una previsión expresa y no contradictoria con la norma universal. La relación entre tal criterio y los Derechos Humanos puede verse como una incompatibilidad, pero también puede entenderse que estos últimos complementan, corrigen excesos o pulen las aristas negativas del primero.-
Siguiendo tal inteligencia, armonizando el cuadro normativo constitucional previo y posterior a la reforma, estimamos que por intermedio de las normas internacionales ya precisadas con anterioridad, se ha optado por imprimir a la pena una finalidad de prevención especial positiva que habrá de interpretarse y operar en función del horizonte de proyección que le impone —limitándola— un Derecho Penal Liberal de Acto, porque esta ha sido también la elección del constituyente indicándole la dirección o senda a seguir tanto al legislador como al administrador y al juzgador[58]. Al primero para que implemente las herramientas legales que permitan llegar al fin propuesto, al segundo para que disponga los medios materiales que hagan realidad las disposiciones legales evitando que queden en letra muerta y al tercero para que al individualizar la pena y disponer su aplicación se guíe por aquéllos principios.-
Esta propuesta es respetuosa de una regla hermenéutica que ha sido reiterada en tantas ocasiones que es casi un “clisé” de nuestro más Alto Tribunal: la interpretación de la Constitución Nacional como un conjunto armónico, dentro del cual cada una de sus disposiciones ha de interpretarse de acuerdo con el contenido de las demás procurando superar las antinomias frente a su texto, que debe ser entendido como un todo coherente[59]. Planteado el problema en tales términos, entendemos que las soluciones o respuestas propuestas bajadas al terreno práctico y prescindiendo de las etiquetas, no serán demasiado disímiles de las elaboradas por el profesor de la U.B.A..-
Como ya se indicó, es indudable que los criterios preventivo generales o especiales tanto en sus versiones puras como en los casos que se los ha pretendido combinar (criterios mixtos), presentan problemas u ofrecen reparos teóricos severos en el primer caso y mitigados en el último. Básicamente podría decirse que ellos pueden sintetizarse en su marcado sesgo “utilitarista”, es decir, una vocación a mediatizar al individuo en función del interés social (que en la denominada “lucha de escuelas” se presenta como el valor contrapuesto a “justicia”, que sería el impulsado por el retribucionismo), ya sea tanto en la versión de coacción psicológica ante-facto (prevención general) como en la resocialización o refuerzo en el respeto de la norma post-facto (prevención especial). Es evidente la necesidad de superar tales defectos, mitigarlos en lo posible para compatibilizarlos con el primer norte constitucional, cual es el respeto de la persona, de su libertad, de la individualidad, en suma, de la dignidad humana y la orientación general del ordenamiento punitivo material: proveer a la seguridad jurídica mediante la tutela de bienes jurídicos, previniendo la repetición o realización de conductas que los afectan en forma intolerable, lo que, ineludiblemente, implica una inspiración ético-social[60].-
En relación con ello ha señalado el profesor Norberto E. Spolansky —al comentar el fallo “Legumbres S.A.”—, que en dicha sentencia “la Corte garantizó el sistema penal previsto en la Constitución: tutela especial de los derechos y garantías de los individuos, o grupo de individuos, para poder gozar “los beneficios de la libertad”, y la extensión de dicha tutela a las diversas funciones del Estado sólo se justifica si constituye el modo razonable para hacer efectivos los derechos y garantías de aquéllos, a condición que el ataque a cualquiera de los servicios o prestaciones oficiales no tengan la misma calificación, jerarquía y pena, pues, de los contrario, se llega a construir un derecho penal en el cual el delito es, en todos los casos, un mero acto de desobediencia al poder estatal”, agregando que “Si bien la pena está correlacionada con el bien jurídico que el legislador decide proteger, él no puede actuar arbitrariamente en su decisión legislativa, ya que debe organizar el modo de protección tomando en cuenta la jerarquía de los intereses jurídicos a partir de la Constitución. En esta idea se encuentra la concepción de que la Constitución Nacional le pone un límite no negociable al legislador para organizar el sistema de la ley penal. La idea parece obvia, pero lo importante es que está fundada”[61].-
En los términos propuestos la pena es entendida como una privación de bienes jurídicos que el Estado —en su carácter de monopólico titular del ius puniendi—, guiado por parámetros de legalidad y culpabilidad, impone a una persona por ser autor responsable de un delito, en medida respetuosa de los principios de proporcionalidad, mínima intervención y humanidad, cuyo objeto es readaptarla socialmente evitando así futuros ataques a bienes juridico-penalmente protegidos.-
Ya se anticipó que compatibilizar una concepción individualista, personalista, democrática en lo político, con un criterio de corte preventivo respecto de la pena, conlleva un apreciable grado de dificultad, prueba de ello resultan todos los esfuerzos teóricos de las denominadas “teorías de la unión”. Este es el desafío que renueva el marco constitucional que hemos delineado. Con acierto alerta Santiago Mir Puig: "Como toda arma peligrosa, la pena preventiva ha de someterse a un control riguroso. Un Estado democrático ha de evitar que se convierta en un fin en sí mismo o al servicio de intereses no convenientes para la mayoría de los ciudadanos, o que desconozca los límites que debe respetar frente a toda minoría y todo individuo. El ejercicio del ius puniendi en un Estado democrático debe respetar las garantías propias del Estado de derecho, esto es, los que giran en torno del principio de legalidad. Pero, al mismo tiempo, debe añadir nuevos cometidos que vayan más allá del ámbito de las garantías puramente formales y aseguren un servicio real a todos los ciudadanos”[62].-
Con base en los que denominamos “presupuestos iniciales” (pto. II) y las razones que seguidamente fueran exponiéndose hemos inferido que se ha impuesto por vía del denominado "bloque de constitucionalidad” que la finalidad de la pena solo puede ser de tipo preventivo, más específicamente de corte preventivo especial positivo. Ello nos lleva a concluir, a modo de búsqueda de superar las contradicciones que se explicitaran con anterioridad, que habrá de procurarse satisfacer tal finalidad preventiva en lo general y especial simultáneamente, sin por ello olvidar que en el camino de adecuación a tales objetivos deberán señalársele limitaciones que impidan desbordes en perjuicio o desmedro del principio cardinal de nuestro sistema constitucional: el respeto de las garantías individuales y la dignidad del hombre. Como denota esta breve semblanza, a tal fin rescatamos conceptos de la doctrina que podría afirmarse goza de mayores adhesiones en la actualidad e incluso, desde la perspectiva del derecho comparado, ha sido la indicada por importantes autores en países con cuadro normativo análogo al nuestro como una suerte de paliativo o remedio para superar las inconsecuencias aludidas, tratándose en definitiva de la teoría de la unión en los términos delineados principalmente por Claus Roxin.-
En este caso se parte de reconocer al Derecho Penal un carácter esencialmente preventivo, intentando la unión del criterio de prevención general con el especial pero dando preponderancia al primero[63]. Ha sido recogida por el Proyecto Alternativo alemán de 1966, siendo para Maurach el criterio en que se basa el sistema de derecho penal contemporáneo[64]. Por cierto que conjugar ambos fines preventivos es tarea por demás delicada. Jürgen Baumann señaló precisamente la necesidad de relacionarlos "mutuamente de la mejor manera", ya que de no hacerlo la "mejor prevención especial tendría como resultado la peor prevención general y a la inversa"[65].-
Esta dificultad es resaltada por Jakobs, quien señala dos objeciones genéricas a estas teorías y sus variantes: a) parten de la suposición que las legitimaciones y los fines de la pena pueden combinarse por adición, pueden unirse; pero no se identifica ni busca el elemento armonizador: si no hay unión por adición, hay recíproca paralización de lo reunido; b) las suposiciones de armonía no solo afectan a la teoría sino a la praxis: la estadística de reincidencia demuestra que no existe una relación positiva entre la pena de las características habituales y efectos preventivo-expeciales, prescindiendo del mero efecto de aseguramiento respecto de aquel que está encerrado en prisión[66].-
Sin perjuicio de ello, puede afirmarse con Stratenwerth que la prevención general positiva es una de las teorías sobre la pena menos atacadas y goza de gran extensión en la coyuntura, asumida en Alemania por el Tribunal Superior Federal (“defensa del ordenamiento jurídico”) y el Tribunal Constitucional Federal (el Derecho Penal tiene que mantener y fortalecer “la confianza de la población en la inquebrantabilidad del derecho y en la protección del ordenamiento jurídico ante ataques criminales” o, más breve, la confianza en la “resistencia y efectividad del ordenamiento jurídico”). De todos modos le son formulables para el nombrado serias críticas[67].-
Veamos su funcionamiento volviendo sintéticamente a Claus Roxin[68] con su "planteamiento dialéctico". Él distingue entre las que denomina "teorías retributivas de la unión" y la "teoría preventiva de la unión", que es a la que adhiere. En el primer caso, retribución, prevención general y prevención especial son finalidades a ser perseguidas en forma conjunta, pero en un sentido originario, tradicional, el fin de retribución se reconoce como en un primer lugar, aunque en las formulaciones más modernas se pone a los tres fines en un plano de igual jerarquía.-
En base a tres pautas establece el juego de relaciones y jerarquías existentes entre los fines de la pena. Así señala:
1º) El punto de partida es que la finalidad de la pena solo puede ser de tipo preventivo general y especial simultáneamente. La pena concreta ha de adecuarse a ambos objetivos tan efectivamente como sea posible, pero teniendo presente que no hay "socialización coactiva", debe mediar colaboración del condenado. Si no la hay, la pena igualmente se justifica por la prevención general, pero en la determinación de ella, jerárquicamente, debe primar el criterio de prevención especial aunque sólo hasta el punto en el que la reducción eventual por su aplicación (de la prevención especial) no lleve a que la sanción no sea tomada en serio por la población, afectando la prevención general, lo que se traduciría en falta de confianza en la ley y multiplicación por el efecto imitación. Se debe establecer un cuidadoso equilibrio entre ambos fines.-
2º) En una teoría de la unión bien entendida, la retribución no es una finalidad ha ser tenida en cuenta. No es posible integrarla con la prevención.-
3º) Un solo elemento de la retribución ha de ser incorporado: el de la culpabilidad como medio para la limitación de la pena. Se supera así un problema crítico de la prevención y se limita la injerencia del Estado frente al interés individual: una pena que supera la medida de la culpabilidad lesiona la dignidad del hombre, mientras que el supuesto inverso -que la pena no alcance la medida de la culpabilidad- no ofrece mayores problemas en tanto que el fin de prevención no sea vulnerado. Aunque crítico, destaca Schünemann que en Roxin el sentimiento de justicia (que tiene un gran valor para estabilizar la conciencia jurídica general), conduce a que nadie pueda ser sancionado más duramente de lo que merece y sólo es “merecida” una pena adecuada a la culpabilidad[69].-
Como señala Mercedes Pérez Manzano, esta última idea es el concepto de “prevención de integración” que introduce Roxin para ensamblar sin traumatismos su sistema. Esta “prevención de integración” es “el efecto de pacificación que se produce cuando el delincuente ha hecho lo suficiente de manera que el conflicto social se soluciona a pesar de la infracción normativa. Este efecto de pacificación se consigue con la imposición de la pena adecuada a la culpabilidad porque se corresponde con el sentimiento jurídico de la generalidad”[70].-
El planteo de Roxin se completa sugiriendo frente a la tradicional doble vía sancionatoria del derecho penal (penas y medidas de seguridad) la posibilidad de considerar como una tercera vía a la reparación del daño, que en su concepto, atiende de un mejor modo el interés de la víctima, tiene también un efecto resocializador porque obliga al autor a enfrentarse con las consecuencias de su hecho y a conocer los intereses legítimos de la víctima y, finalmente, puede reemplazar o atenuar la pena complementariamente en los supuestos en que el interés de la víctima y los fines de la pena puedan satisfacerse de mejor modo que con una pena no disminuida.-
En relación a esta tercera vía ha señalado con acierto Julio B.J. Maier que ciertamente reparación y pena no constituyen las únicas soluciones materiales de un conflicto individual o grupal, pero bajo el término reparación suelen englobarse por extensión otras soluciones sustitutivas de la pena (soluciones conciliatorias, terapéuticas o educativas, por ejemplo) o, en sentido restringido, resulta la forma paradigmática de sustitución de la pena y la que presenta mayores posibilidades de utilización práctica inmediata[71]. Indica el profesor citado con ejemplar fundamentación que la reparación no es un problema nuevo pero sí es un problema actual de la reflexión jurídico-penal[72].-
Precisando los alcances de la “tercera vía” refiere que incluye no sólo la reparación natural (regreso al statu quo ante -art. 1083 C.C.-) o tradicional (reparación in genere del patrimonio de la víctima -art. 1078 C.C.-), sino también la simbólica y soluciones similares, como la novación de la obligación por otra que prefiera la víctima o la prestación de una actividad de interés público en forma alternativa o conjunta con la obligación en favor de la víctima[73]. Entiende que para el Derecho Penal de cuño político liberal, el ingreso de esta tercera vía al Derecho Penal tiene un fundamento jurídico específico: el llamado principio de subsidiariedad (concepción del D.P: en un Estado de Derecho como autorizado para el ejercicio de la coacción estatal como última ratio de la política social)[74].-
En la consideración de Maier, la incorporación de la tercera vía del Derecho Penal resalta como principal beneficio el valor del principio de autonomía de la voluntad en la solución de los conflictos sociales, por sobre la autoridad de la decisión estatal, destacando que en nuestro derecho nacional se puede reconocer su presencia con particular énfasis en recientes mecanismos como el del art. 14 de la Ley 23.771 (que se impone aclarar ha sido lamentablemente muy limitado en su similar del art. 16 de la Ley 24.769, de enero de 1997, que derogara el citado texto legal) y en la suspensión del juicio a prueba consagrada por Ley 24.316[75].-
Retomando la construcción de nuestra respuesta a los desafíos del plexo normativo constitucional y volviendo la mirada en dirección a otra realidad de tal naturaleza con perspectiva análoga, la española Esther Giménez-Salinas i Colomer ha sabido sintetizar con claridad el nudo de la cuestión que venimos desarrollando, partiendo de similar concepción al afirmar que la finalidad de la pena viene definida en el art. 25.2 de la Constitución española y que en los mismos términos se pronuncia la Ley Orgánica General Penitenciaria de 1979 en su artículo primero, en tanto que los ordenamientos jurídicos de otros países europeos como Italia o Alemania, se manifiestan en términos parecidos, todos ellos “tendentes a la idea de que la pena privativa de libertad sirva al delincuente para que en el futuro lleve una vida sin delitos”[76].-
La autora citada sostiene que es aceptado por todo el mundo que la cárcel es un mal necesario, pero que “...la verdadera discusión no está ya entre los abolicionistas y los máximos defensores de la institución carcelaria, sino en las penas intermedias. Así la discusión principal la tendríamos entre los que defienden la aplicación de un derecho penal mínimo y la posibilidad de despenalizar muchas de las conductas hoy previstas como delitos en Código penal, devolviendo así a la sociedad su papel regulador de conflictos y dejando solamente en manos del Estado aquellas conductas que lesionen gravemente los intereses de la comunidad, y por el contrario, aquellos que defienden las tesis de un derecho penal más tradicional”[77]. Partiendo de admitir la veracidad de las críticas al concepto de resocialización y a la pena privativa de libertad, concluye que no es menos cierto que si se prescinde de todo criterio preventivo-especial, “lo único que nos queda es la prisión en los términos más duros y extremos... sin esperar de la cárcel nada que no pueda ofrecer, puede ser al menos una oportunidad para que el individuo que la sufre, pueda adquirir algunos conocimientos, ampliar sus habilidades sociales y en todo caso prepararse mejor para la salida. Como dice García-Pablos (l988), al menos evitar que se desocialice más a la persona”[78].-
Al respecto, parece oportuno recordar como enseña Ruiz Vadillo, que la reeducación y reinserción pasan por el respeto profundo e incondicionado de la dignidad del preso y a su personalidad, no debiendo ni pudiendo el Derecho Penal intentar cambiarlo, ni modificarle la estructura de su jerarquía de valores ni la conformación que tenga de la sociedad para el futuro, debiendo limitarse a hacerle comprender que el Código Penal es una ley de mínimos en cuanto a un cierto comportamiento de quienes formamos la sociedad, absolutamente indispensable para su sobrevivencia. Afirma en tal sentido que es bien significativo “que ninguna sociedad ha sabido ni ha podido vivir sin el Derecho, pese a todos los intentos, todos ellos utópicos, por alcanzar esa especie de nirvana comunitaria”[79].-
Recuerda, además, la citada Giménez-Salinas que en los últimos tiempos, particularmente en los países del norte europeo, se está imponiendo la sustitución del término “resocialización” por el de “normalizar las prisiones”, con el que sin abandonar los criterios preventivo-especiales se procura evitar la concepción ideológica de la resocialización. La idea de la normalización comprende a toda actuación que ayuda a que la vida en prisión sea lo más parecida posible al mundo exterior: si el interno en definitiva ha de volver a la vida normal, cuanto más parecida sea la vida interna en la prisión mejor preparado estará[80].-
El esfuerzo que institucionalmente debe realizarse es el superar contradicciones, como ya dijimos, y respetando el cuadro normativo trazado, bajarlo a la instancia práctica en forma racional, guiándonos por los parámetros antes indicados. Así, la pena concreta ha de adecuarse a ambos objetivos (preventivo generales y especiales) tan efectivamente como sea posible, pero teniendo presente como lo hace Roxin, que no hay "socialización coactiva", sino que debe mediar colaboración del condenado (premisa que importa un respeto mínimo por la persona y que parece haber receptado la nueva Ley 24.660 en su art. 5°[81]). Si no la hay, la pena igualmente se justificaría por razones de prevención general, pero en la determinación de ella, jerárquicamente, debe primar el criterio de prevención especial aunque sólo hasta el punto en el que la reducción eventual por su aplicación (de la prevención especial) no lleve a que la sanción no sea tomada en cuenta, seriamente, por la población, afectando la prevención general, lo que se traduciría en falta de confianza en la ley y eventual multiplicación por el efecto imitación. Este "juego dialéctico" roxiniano entre los fines preventivos general y especial deberá: a) en lo que hace al juzgador, orientar el proceso individualizador de la pena prefiriendo aquellas soluciones que importen el grado mínimo de restricción de la esfera de autodeterminación individual, favoreciendo las que permitan que la finalidad resocializadora se plasme en el medio social de pertenencia y no excluyendo a la persona del tráfico social; b) en lo que hace al legislador, orientar la creación de instrumentos legislativos que aporten nuevas soluciones alternativas a los conflictos fuera del ámbito penal en lo posible y, dentro de éste último, perfeccionar las instituciones existentes en tal sentido; y c) en lo que hace al poder administrador, orientar los medios disponibles en la dirección indicada, tratando en el caso concreto de las penas o medidas de seguridad que conllevan encierro, que este se desarrolle en las condiciones más similares posibles a la vida en libertad.-
Para lograr dichas tareas o mandatos no deberán perderse de vista los límites o restricciones que imponen a cada instancia comprometida los irrenunciables principios que configuran nítidamente los perfiles del Derecho Penal Liberal de Acto. Así han de tenerse presente como adecuados correctivos los principios de legalidad, de proporcionalidad, de culpabilidad, de intervención mínima y de humanidad, que en conjunto permiten articular dicho modelo que en definitiva es el que tiene que regir en un estado de derecho democrático y reconoce el "bloque de constitucionalidad". En definitiva, la operatividad irrestricta de ellos puede ser el camino que nos permita salvar los obstáculos que de inicio nos depara el querer armonizar lo que nos surge como opuesto. No podemos olvidar, como dicen Maurach-Zipf[82], que la teoría de la pena tiene una naturaleza necesariamente compleja: debe satisfacer en forma equivalente el lado estatal y personal del proceso de sancionamiento. Para el Estado se trata de justificar el aplicar sanciones y el fin que con ello persigue; para el ciudadano, de tolerar el ejercicio de tal poder punitivo fijándole sus límites.-
Aquí parece útil recordar con Pérez Manzano que el planteo de prevención de integración roxiniano podría reformularse en modo más correcto en punto a las relaciones entre culpabilidad y prevención general, entendiendo que la principal razón de mantenimiento de la culpabilidad como límite de la pena no es de índole empírico-social (efecto de pacificación social), sino un argumento de naturaleza valorativa deducible de los principios básicos del Estado social de Derecho. Al decir de la nombrada “la individualización de la respuesta penal al delito en función de la imputación subjetiva garantiza los derechos del reo y plasma el principio de igualdad real”[83]. -

VI. Colofón

Finalizando este ensayo, podemos decir sintéticamente que iniciamos planteando un doble interrogante. Primero: ¿se puede sostener que alguna de las teorías de la pena ha merecido consagración constitucional como consecuencia de la reforma?. La respuesta en nuestra modesta consideración es afirmativa. Ello habilitó el segundo: ¿cuál es tal modelo de pena consagrado constitucionalmente?. El desarrollo precedentemente realizado nos fue acercando como modo posible de superar las contradicciones que se fueran presentando a una corriente de pensamiento penal que podría catalogarse como de un funcionalismo moderado[84], entre cuyos representantes hemos destacado por sobre todos a Roxin, incorporando matices particularmente de la propuesta de Mir Puig. Sus concepciones, habitualmente catalogadas como de "prevención general positiva limitadora" y que como tales son esquemas que buscan superar las denominadas "antinomias de los fines de la pena", parecen indicarnos el sendero para dar adecuado contenido al modelo de elección constitucional que hemos descripto. No se trata con ello de meras adiciones, yuxtaposiciones o de una sincrética unión de teorías, sino de presentar un camino posible para sortear los escollos que el nuevo esquema normativo nos propone, aportando criterios que si se logran concretar en el plano fáctico signifiquen en última instancia una nota de racionalidad en un sistema que debe estar siempre en función del respeto de los derechos humanos[85].-
Es probable que esto último no plasme fácilmente en la realidad, que en ocasiones los operadores del sistema no acierten en el caso concreto con la solución que respete tales pautas, que la conciliación de intereses no cierre perfecta, pero por ello no debe dejarse de lado que el plexo normativo de jerarquía constitucional antes precisado nos brinda elementos para construir un democrático Derecho Penal Liberal coherente a las exigencias de un moderno Estado de Derecho.-

* Este trabajo está publicado originalmente en “Cuadernos de Doctrina y Jurisprudencia Penal”, Ad-Hoc, Año VII, Nº 11, Bs.As., 2001, Sección “Doctrina”, Trabajo XII, págs. 415/455. La cuestión de la influencia de la reforma constitucional y el sistema internacional tutelar de los derechos humanos con jerarquía constitucional en el campo de la teoría de la pena, es el problema central de que se ocupa nuestra obra en co-autoría con Eduardo Pablo Jiménez, titulada “Teoría de la Pena y Derechos Humanos. Nuevas relaciones a partir de la reforma constitucional”, prologada por los Dres. Miguel Ángel Ekmekdjián y Norberto Eduardo Spolansky, EDIAR, Bs.As., 1998, 405 páginas. Previa e individualmente había abordado el tema en los siguientes artículos: “Exigencias constitucionales de la punibilidad”, pub. en E.D., T. 162, págs. 1001/1012 y que integra como cap. 4 el libro recopilatorio “Temas de Derecho Penal”, prologado por el Dr. Luis Fernando Niño, Ediciones Suárez, MDP, 1997, 268 págs.; y “La pena conforme el modelo de la Constitución reformada”, pub. en J.A., T. 1997-II-856/880.-
** Profesor Titular por concurso de Derecho Penal 1 (Pte. Gral.) de la Facultad de Derecho de la U.N.M.D.P.-
[1] De su trabajo “¿Qué aporta la teoría de los fines de la pena?”, pub. en “Cuadernos de Doctrina y Jurisprudencia Penal”, Ad-Hoc, Bs.As., Nros. 1-2, 1996, Sección Doctrina, N° VII, pág. 184
[2] En: “Constitución de la Nación Argentina”, Edit. Astrea, Bs.As., 5° edición, 1996, págs. 27/28.-
[3] Al respecto han dicho Maurach-Zipf "La historia de las teorías penales es una historia universal del derecho penal" ("Derecho Penal. Parte General. 1: Teoría general del derecho penal y estructura del hecho punible", trad. de la 7ma. edición alemana por Jorge Bofill Genzsch y Enrique Aimone Gibson, Ed. Astrea, Buenos Aires, 1994, pág. 86). En la misma sintonía ha señalado Winfried Hassemer que las teorías de la pena (“opiniones científicas sobre la pena”), en última instancia desembocan en una Teoría del Derecho Penal, “que prescribe las metas y tareas del Derecho Penal en su conjunto (incluyendo las metas y tareas de la pena)” (“Fundamentos del Derecho Penal”, Edit. Bosch, Barcelona, 1984, trad. de Muñoz Conde y Arroyo Zapatero, pág. 347).-
[4] Op.cit., pág. 184.-
[5] Cf. Eugenio Raúl Zaffaroni, "Tratado de Derecho Penal. Parte General", Tomo 1, Ed. Ediar, Bs. As., 1987.
[6] En "Fundamento constitucional de la pena y teoría del delito", pub. en Doctrina Penal, año 1979, "Seminario Hispano-Germánico", págs. 525 y ss. En igual sentido: Morillas Cueva y Ruiz Antón, "Manual de Derecho Penal (Parte General)", T. 1, Editoriales de Derecho Reunidas, Madrid, 1993.-
[7] Zaffaroni: “Los objetivos del sistema penitenciario y las normas constitucionales”, pub. en AAVV “El Derecho Penal Hoy. Homenaje al Prof. David Baigún”, Julio B.J. Maier-Alberto M. Binder (comps.), Editores del Puerto, Buenos Aires, 1996, págs. 115/129.-
[8] Sagüés, Néstor Pedro: “La ´fuerza normativa´ de la Constitución y la actividad jurisdiccional”, pub. en E.D., diario Nro. 9122 del 6/11/96, págs. 1/4.-
[9] Esta definición fue originalmente desarrollada por Eduardo Jiménez en su artículo "Los derechos Humanos de la tercera generación", pub. en el Boletín informativo de la A.A.D.C. Nro.98, de junio de 1994, pág. 4 y ss y asumida conjuntamente en “Teoría de la Pena...”, ya citado, pág. 55.-
[10] La rigidez deviene de que el procedimiento de reforma es distinto y más dificultoso del correspondiente a las leyes comunes. Luego de la reforma de 1994 alguna doctrina entiende que en función de la alternativa establecida en el art. 75 inc. 22 “in fine” nos hallaríamos con un sistema semi-rígido.-
[11] La norma citada reza: “Art. 75: Corresponde al Congreso:...inc. 22: Aprobar o desechar tratados concluidos con las demás naciones y con las organizaciones internacionales y los concordatos con la Santa Sede. Los Tratados y Concordatos tienen jerarquía superior a las leyes. La Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y su Protocolo Facultativo, la Convención sobre la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio, la Convención Internacional sobre la Eliminación de todas las formas de Discriminación contra la Mujer, la Convención contra la Tortura la Convención sobre los Derechos del Niño, en las condiciones de su vigencia, tienen jerarquía constitucional no derogan artículo alguno de la Primera Parte de esta Constitución y deben entenderse complementarios de los derechos y garantías por ella reconocidos. Solo podrán ser denunciados, en su caso, por el Poder Ejecutivo Nacional, previa aprobación de las dos terceras partes de la totalidad de los miembros de cada Cámara. Los demás Tratados y Convenciones sobre Derechos Humanos, luego de ser aprobados por el Congreso, requerirán del voto de las dos terceras partes de la totalidad de los miembros de cada Cámara, para gozar de la jerarquía constitucional” (el subrayado es personal).-
[12] Cf. Klaus Tiedemann, “Lecciones de Derecho Penal Económico”, Ed. PPU, Barcelona, 1993, cap. III “Marco e Influencia Constitucional”.-
[13] Por obvias razones de espacio me remito en cuanto a la fundamentación y explicación de los alcances de esta propuesta a lo expuesto en “Teoría de la Pena y Derechos Humanos”, ya citada, cap. II, pto. G, págs. 105/119.-
[14] Otra interpretación que invite a señalar que esta categoría de instrumentos internacionales se encuentre por encima, o en igual rango que la propia Constitución, equiparándose a ella, o superándola en jerarquía, habilitaría a sostener que se habría modificado la regla del art. 30 del texto supremo, el que reserva la función constituyente sólo a una Convención Reformadora que debe ser convocada a tal efecto por el Congreso. Obsérvese que la Convención Constituyente, no se encontraba habilitada para modificar la norma que permite el cambio constitucional, ni directa ni indirectamente (ver al respecto, el texto de la Ley Nro.24.309, que dispuso en su art. 7° que la Convención no podía modificar las declaraciones, derechos y garantías contenidos en la primera parte de la Constitución, y su artículo 6° sancionaba con nulidad absoluta el acto de la Convención que se apartara de aquella disposición). Así, el artículo 30 de la Constitución Nacional, disponía antes y dispone ahora que la reforma a la Constitución Nacional no se efectuará, sino por una Convención convocada a tal efecto.-
[15] Solo se agregaron los delitos constitucionales del artículo 36, referidos a los atentados contra el orden constitucional y corrupción y ética pública. En cambio en otras áreas, se ha descartado de plano la generación de nuevas figuras delictivas en la Constitución Nacional (cf. Jiménez-García Minella; “Acerca de los delitos contra el medio ambiente y la reforma constitucional de 1994”, pub. en L.L., “Suplemento Actualidad”, diario del 17/10/96, págs. 1 y ss).-
[16] Como por ejemplo los artículos 15, 22, 29, 36 y 127 de la Constitución Nacional.-
[17] En sus “Instituciones de Derecho Penal y Procesal”, Bosch, Barcelona, 1977, trad. de la 2° edic. italiana por Faustino Gutiérrez-Alviz y Conradi, págs. 153/154.-
[18] En su “Tratado Elemental de Derecho Constitucional”, T. III, 1995, pág. 422. Con cita en el primer aspecto (nota 3 del texto) a Zaffaroni, Eugenio Raúl, “La Convención Americana sobre Derechos Humanos y el sistema penal”, Revista de Derecho Público N° 2, 1987, Fundación de Derecho Administrativo, pág. 63.-
[19] Ver su “Nueva Criminología desde el Derecho Penal y la Victimología”, Tirant lo Blanch, Valencia, 1994. Zaffaroni, por su parte, ha señalado que la llamada pena de muerte no es una pena en su concepto contemporáneo, sino un simple impedimento físico similar a la amputación de una mano al carterista (“Tratado de Derecho Penal”, EDIAR, T. V, págs. 102/109).-
[20] Cf. Francisco Muñoz Conde y Mercedes García Arán, “Derecho Penal. Parte General”, 2° edición, revisada y puesta al día conforme al Código Penal de 1995, Tirant lo blanch libros, Valencia, 1996, págs. 547/548.-
[21] Sancionada: 18/12/96, promulgada de hecho: 13/1/97 y publicada en B.O.: 16/1/97.-
[22] En su “Tratado”, T. I, edit. Ediar, Bs. As., 1987.
[23] Conforme Francisco Muñoz Conde; "La resocialización del delincuente. Análisis y crítica de un mito", pub. en "Estudios Penales. Libro homenaje al Prof. J. Antón Oneca", Ediciones Universidad de Salamanca, 1982, pág. 387 y ss.
[24] Sancionada el 19/06/96, promulgada el 08/07/96 y pub. el 16/07/96. Entre sus disposiciones transitorias (art. 228), se prevé que tanto la Nación como las provincias dentro del plazo de un año de su vigencia deberán revisar la legislación y reglamentaciones penitenciarias existentes para concordarlas con las contenidas en la Ley 24.660, que de tal modo podría decirse que es una suerte de ley marco para la configuración de un sistema penitenciario análogo en el orden federal y provincial.-
[25] Aboso y Martelo: “La ley de ejecución de la pena”, pub. en L.L., diario del 13/11/96, págs. 1 y ss.-
[26] En “Resocialización y tratamiento del delincuente en los establecimientos penitenciarios españoles”, pub. en AAVV “La reforma penal. Cuatro cuestiones fundamentales”, Madrid, 1982, pág. 104.
[27] En “La resocialización...”, op. cit., págs. 389/390.
[28] Documento citado, págs. 5/6. Sin dudas que es imprescindible que, además de la declaración principista contenida en este y otros documentos similares, se arbitren los recursos y medios necesarios para que todo no quede en una simple actitud declamativa. Nuestra realidad cotidiana nos demuestra que el problema carcelario está en permanente ebullición, producto muchas veces de las carencias injustificables para la vida digna del interno, lo que se patentiza en los frecuentes y cada vez más graves casos de rebeliones, motines, disturbios y huelgas de hambre (entre otras de las más diversas formas de protesta), que tanto en el ámbito nacional como provincial se generan en nuestras cárceles.-
[29] En su artículo titulado “Comentarios a la nueva Ley de Ejecución de la Pena Privativa de Libertad”, pub. en NDP, Tomo 1996-B, pág. 661 y ss.-
[30] Ello se denota particularmente de lo que afirma en el texto principal (pág. 663) y en las notas de pié de página números 7 y 11. En esta última trae a colación el articulado del sistema tutelar internacional de los derechos humanos que hemos destacado con anterioridad, como sostén normativo de tal asignación de alcance, punto sobre el que nos apartamos como luego se verá.-
[31] Texto citado, pág. 667.-
[32] Ver su obra “Función y aplicación de la pena”, Depalma, Bs.As., 1993, pág. 11.-
[33] Extractado de su voto en el plenario de la C.N.Casación Penal "Villariño", fallo del 21/4/95, pub. en el "Suplemento de Jurisprudencia Penal", L.L., diario del 27/10/95.-
[34] En su artículo “La dignidad del recluido gravemente enfermo”, pub. en E.D., diario N° 9138 del 28/11/96, punto “El marco constitucional”, págs. 1/2. Indica entre otros límites el trato humano y respeto de la dignidad del privado de su libertad, la prohibición del sometimiento a tortura o pena o trato cruel, inhumano, degradante, infamante, inusitado o destierro, so pretexto de ejecución penal.-
[35] En su obra “Fundamentos de Derecho Penal”, Edit. Bosch, Barcelona, 1984, pág. 351.-
[36] Según cita Rivacoba y Rivacoba, págs. 10/12.-
[37] En su trabajo titulado "La pena y sus fines en la Constitución", pub. en Doctrina Penal, año 1979, "Seminario Hispano-Germánico", pág. 561 y ss.-
[38] Por lo que si bien coincide en general en el planteo monista que hace Zaffaroni, se aparta en el último aspecto ya que el maestro argentino cuando son dirigidas las medidas de seguridad a inimputables las considera medidas asistenciales de naturaleza administrativa, lo que olvida según el profesor chileno que aún en este último caso su disposición se fundará en la presencia de un injusto. Ver en detalle en: Bustos Ramírez, “Introducción al Derecho Penal”, Edit. Temis, Bogotá, Colombia, 2° edición, 1994, cap. I, pto. 2.-
[39] Bustos Ramírez: “Introducción...”, op.cit., pág. 11.-
[40] En su artículo “La sociedad y el mundo penitenciario (La protección de los derechos fundamentales en la cárcel)”, pub. en Eguzkilore, Nro. 4, San Sebastián, 1990, págs. 68/69. La cita a Cobo del Rosal y Vives Antón corresponde a su “Derecho Penal. Parte General”, 2° edición, Tirant lo Banch, Valencia, 1987.-
[41] Así, por ejemplo, lo entiende Antonio González-Cuéllar García, "La Libertad Condicional: su futuro", pub. en "Derechos Fundamentales y Justicia Penal. Edmundo Vázquez Martínez, Liber Amicorum", comp. de ILANUD, Ed. Juricentro, San José, Costa Rica, 1er. ed., 1992, págs. 193 y 194, texto y notas 6 y 10.-
[42] En su artículo titulado “Victimación terciaria y necesidad de su reforma”, pub. en Eguzkilore, Nro. 7, San Sebastián, 1993, págs. 63/71.-
[43] Op.cit., págs. 65/66.-
[44] Op.cit., pág. 66.-
[45] Op.cit, pág. 67.-
[46] García-Pablos de Molina, Antonio, “Derecho Penal. Introducción”, Servicio de Publicaciones Facultad de Derecho Universidad Complutense de Madrid, 1994, págs. 120/123.-
[47] En su artículo “Alternativas a la cárcel. Probation”, pub. en Eguzkilore, Nro. 7, San Sebastián, Diciembre 1993, pág. 131 y ss.-
[48] Op.cit., págs. 132 y 135.-
[49] En su ya citado trabajo “Los objetivos...”, págs. 115/129.-
[50] Ver “Los objetivos...”, op.cit., pto. 2, págs. 116/117.-
[51] En su artículo “¿Qué aporta...?”, ya citado, pág. 172.-
[52] Idem, pág. 120.-
[53] Op.cit., pto. 9, incs. c) y d), pág. 128.-
[54] Trabajo citado, págs. 124/125.-
[55] Op.cit., págs. 125/126.-
[56] Texto citado, pág. 127.-
[57] Ibídem, pág. 129.-
[58] Se impone aquí recordar con Sebastián Soler que “El Estado liberal es un estado cuyas leyes penales prefijan con todo rigor el ámbito posible de la pena, y el primer límite, el más firme, es el que proviene de la consideración de la persona humana. Si recordamos que el número de incriminaciones es limitado y el número de acciones posibles es indefinido, el balance no puede ser más claro: la regla es la libertad y corresponde al individuo; la excepción es la pena y corresponde al Estado” (en “Bases ideológicas de la reforma penal”, Eudeba, Colección Ensayos, Bs.As., 1966, pág. 32).-
[59] Recientemente lo hizo en causa "Partido Justicialista de la Pcia. de Santa Fe c/Pcia. de Santa Fe s/acción declarativa", fallo del 06/10/94, extracto pub. en L.L., suplem. de actualización de jurisprudencia de la C.S.J.N., diario del 14/07/95.-
[60] Confrontar: Zaffaroni, Tratado, T. 1.-
[61] En “Contrabando, divisas y robo. Aspectos comunes: el bien jurídico protegido y la Constitución Nacional”, L.L., T. 1991-A, págs. 84/85. Lo destacado en negrita es personal.-
[62] En “Fundamento constitucional de la pena y teoría del delito”, pub. en Doctrina Penal, Depalma, Bs.As., 1979, “Seminario Hispano-Germánico”, pág. 525 y ss.-
[63] Otra variante reciente es aquélla que ve la teoría de la unión como el resto obtenido tras la sustracción de lo insostenible, la idea de retribución, como hace Stratenwerth (cf. Günther Jakobs, “Sobre la teoría de la pena”, pub. en “Cuadernos de Doctrina y Jurisprudencia Penal”, Ad-Hoc, Bs.As., N° 8-A, 1998, Sección Doctrina, Nro. II, pág. 35).-
[64] Op.cit., pág. 106.-
[65] En su obra "Derecho Penal. Conceptos fundamentales y sistema", Ed. Depalma, Bs.As., 1981 -reimpresión de la 1er. edición de 1973-, trad. de Conrado A. Finzi, pág. 19.-
[66] Ver “Sobre...”, págs. 37/39.-
[67] Así, señala que el principio de intercambiabilidad de sanciones significa que precisamente no se puede decir qué clase de pena sería más efectiva, por ejemplo, desde el punto de vista preventivo-general o también especial (op.cit., pág. 180).-
[68] Cf. su “Fin y justificación de la pena y de las medidas de seguridad”, pub. en AAVV “Determinación judicial de la pena”, Editores del Puerto, Bs.As., 1993.-
[69] Cf. su “Sobre la crítica a la teoría de la prevención general positiva”, pub. en AAVV “Política criminal y nuevo Derecho Penal. Homenaje a Claus Roxin”, Bosch, Barcelona, 1997, pág. 92.-
[70] Pérez Manzano, Mercedes; “Aportaciones de la prevención general positiva a la resolución de las antinomias de los fines de la pena”, pub. en AAVV “Política criminal...”, ya citado, pág. 76.-
[71] En su artículo “El ingreso de la reparación del daño como tercera vía al Derecho penal argentino”, pub. en AAVV “El Derecho Penal Hoy. Homenaje al Profesor David Baigún” (Maier-Binder comps.), Editores del Puerto, 1995, págs. 27/52. La cita concreta es de págs. 38/39.-
[72] Texto citado en nota anterior, pág. 41.-
[73] Op.cit., pág. 43.-
[74] Trabajo citado, pág. 46, con cita precisamente a Roxin.-
[75] Hemos tratado la primer cuestión en “La extinción de la acción en la nueva Ley Penal Tributaria: una alternativa ahora limitada (art. 16, Ley 24.769)”, pub. en “El Derecho”, Serie Especial “Derecho Penal y Política Criminal”, ejemplar Nº 9583 del 10/09/98, págs. 1/7 (T. 179, 1998, págs. 788/801); y la segunda en el cap. 8 de nuestra obra “Temas...”, ya citada, titulado “La suspensión del juicio a prueba”, pág. 177/221, así como en artículo en conjunto con Pablo A. Cistoldi, titulado “La Ley 24.316 y su alcance respecto de las leyes de estupefacientes y penal tributaria”, pub. en E.D., separata “Temas de Derecho Penal” del día 18/05/95, págs. 31/41 (T. 165, 1996, págs. 1039/1052).-
[76] En su trabajo “Penas privativas de libertad y alternativas”, pub. en “Eguzkilore”, Nro. 7, San Sebastián, Diciembre de 1993, págs. 73/91. La cita transcripta es de pág. 74.-
[77] Op.cit., pág. 75. En similares términos se ha pronunciado Jorge Kent, diciéndonos “Cada vez estoy más convencido que, más allá de la latencia de cierta ancestral polémica entre aquellos que alientan el abolicionismo -no sólo de la institución carcelaria, sino del mismísimo Derecho Penal- y quienes, de reverso, asumen la defensa de las instancias de encarcelamiento, hoy en día la verdadera discusión se ha instalado en la problemática atingente a las penas intermedias como un modo de paliar la insuperable estigmatización que prosigue escoltando al cautiverio y, de suyo, propender a transitar los álgidos derroteros de la rehabilitación al través de la más baja cuota de aflictivo dolor en demérito de la criatura humana en razón de su conducta disvaliosa por la conculcación del ordenamiento jurídico en vigencia” (en “Sustitutos de la prisión. Un desafío convocante en los umbrales del tercer milenio”, pub. en L.L., diario del 04/06/97, pág. 1).-
[78] Op.cit., pág. 76.-
[79] Op.cit., pág. 71.-
[80] Esther Giménez-Salinas i Colomer, op.cit., págs. 75/76.-
[81] Que dice: “El tratamiento del condenado deberá ser programado e individualizado y obligatorio respecto de las normas que regulan la convivencia, la disciplina y el trabajo. Toda otra actividad que lo integre tendrá carácter voluntario. En ambos casos deberá atenderse a las condiciones personales, intereses y necesidades para el momento de egreso, dentro de las posibilidades de la administración penitenciaria” (el destacado en negrita es personal).-
[82] En “Derecho Penal. Parte General...”, op.cit., pág. 104.-
[83] Ver su trabajo “Aportaciones de la prevención general positiva a la resolución de las antinomias de los fines de la pena”, pub. en AAVV “Política Criminal y nuevo Derecho Penal. Libro Homenaje a Claus Roxin”, J.M. Silva Sánchez (editor), Bosch, Barcelona, 1997, pág. 86.-
[84] En un posición funcionalista más extrema podría situarse a Jakobs, para quien la “pena es siempre reacción ante la infracción de una norma. Mediante la reacción siempre se pone de manifiesto que ha de observarse la norma. Y la reacción demostrativa siempre tiene lugar a costa del responsable de haber infringido la norma (por “a costa de” se entiende en este contexto la pérdida de cualquier bien)” (ver su “Derecho Penal. Parte General. Fundamentos y teoría de la imputación”, Marcial Pons Ediciones Jurídicas S.A., Madrid, 1995, trad. de la 2° edición alemana (1991) por Joaquín Cuello Contreras y Jose Luis Serrano González de Murillo, pág. 8, parág. 2). Así, precisa que en su consideración la pena pública existe para caracterizar el delito como delito, lo que significa: como confirmación de la configuración normativa concreta de la sociedad. Si tiene un “fin” (aunque este término no sea demasiado correcto), es la prevención de la erosión de la configuración normativa real de la sociedad, la pena pública es el mantenimiento del modelo de interpretación públicamente válido (en “Sobre la teoría de la pena”, op.cit., págs. 39/40). Girando sobre esta idea afirma el reconocido tratadista alemán que “Sería absurdo “querer un mal porque ya se ha dado otro mal”, y este seguir un mal a otro describe a la pena sólo según su “carácter superficial”. La pena hay que definirla positivamente: Es una muestra de la vigencia de la norma a costa de un responsable. De ahí surge un mal, pero la pena no ha cumplido ya su efecto con tal efecto, sino sólo con la estabilización de la norma lesionada” (cf. “Derecho Penal”, op.cit., pág. 9, parág. 3).-
[85] Como resalta la antes nombrada Mercedes Pérez Manzano, tiene razón Roxin cuando concibe la prevención general en su aspecto integrador como no incompatible con la prevención especial (la sociedad tolera una cierta disminución de la pena adecuada a la culpabilidad por razones de prevención especial), pero donde sean antinómicos los fines preventivos de la pena “no se debe dar prioridad a la prevención general, pues supone una carga para el delincuente sin que se pruebe beneficio social paralelo; y es algo que ni se lo puede permitir un Estado de Derecho, ni lo permite el artículo 25.2 de la Constitución española” (op.cit., pág. 87).-

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